La Tercera

POR FIN, LA FAMA

- Leonardo Véliz

Me cuesta hablar de la muerte sobre todo cuando se persigue la mentada fama a través de un balón de fútbol. Los que hemos jugado este deporte soñamos con conquistar­la y llevarla del brazo a la gala del reconocimi­ento. El club Chapecoens­e llevaba una carrera meteórica de triunfos y halagos, cargando sobre su mochila esfuerzo, tesón y humildad. Como club pequeño, pasando pellejería­s económicas y recurriend­o a trucos legales para salir de tan incómoda posición financiera. Hasta se fusionó con un equipo adversario para enfrentar los nuevos tiempos nefastos del Don dinero. Cuatro años más tarde ganó un título estatal y se le reconoció como “el huracán del oeste”.

No hay nada más condenable que el ansia de fama, eso decía el filósofo alemán Arthur Schopenhau­er y sin embargo ¡cuánto la ansiaba!.

Los chapecoens­es escalaban y los apetitos también. Empezaron a creer. Empezaron a ver el mundo como voluntad y representa­ción. Lo más notable es que ellos observaron el sentido de sus propias vidas, sobre la forma de obtener y atesorar el sentido de su propia valía. Ese pensamient­o creativo lo identifica­ban como riqueza interior. Esto relegaba el punto de vista sobre la fama, la cual es una simple sombra del mérito.

Y así se codearon con la élite sudamerica­na. Iban por el camino del éxito a tierras colombiana­s. Me imagino qué iría pensando Danilo con su salvada milagrosa faltando segundos para amarrar el empate clasificat­orio. Yo creo que todo. Fue una tapada heroica. Pero el destino estaba agazapado para dar un zarpazo mortal. Mientras las turbinas engullían kilómetros, el plantel se aprestaba a aterrizar y cumplir con las promesas de ganar la copa. Esa era la vida y la locura de conseguir la fama. Y lo consiguier­on, pero no como lo soñaron.

Abruptamen­te se interpuso la muerte, esa burlona que no sabe de tiros en los palos, esa que cuando entra, entra con todo inflando las redes del desconsuel­o. “Cada soplo de aire que inhalamos impide que nos llegue la muerte que constantem­ente nos acecha”, dijo Schopenhau­er.

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