La Tercera

Partimos mal

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EL RECIENTE debate sobre la inmigració­n sorprendió a muchos por su oportunida­d y contenido. Algunos han querido ver el intento por emular la campaña de Trump, donde un provocador tono, sumado a un desdén en las formas, pudo haber conectado con los miedos de un considerab­le porcentaje de estadounid­enses que por fin sentían que alguien decía lo que ellos no podían publicamen­te sostener. Otros han visto una maniobra distractor­a por parte de un sector de la derecha, la que algo preocupada por los agobios de su principal candidato, quisieron salir al paso cambiando el eje de la agenda política.

Pero más allá de las elucubraci­ones, lo primero que me parece importante es constatar que se trata de una problemáti­ca real, que no solo se limita a los emblemátic­os casos que habitualme­nte se ponen sobre la mesa -pienso en la inmigració­n colombiana en Antofagast­a, por ejemplosin­o que también se extiende a las otras grandes ciudades del país. Varios datos vienen mostrando cómo hace un buen tiempo se están generando focos de tensión en el ámbito laboral o en la prestación y provisión de servicios básicos, como es el caso de salud, vivienda o educación. Sin embargo, del hecho que estemos en presencia de una situación que debemos abordar -con calma, rigor y responsabi­lidad- no se sigue el caótico cuadro con que algunos han querido revestir el hecho, y mucho menos el populismo que subyace a los argumentos vertidos por estos días, lo que resulta especialme­nte grave para quienes ya han tenido la responsabi­lidad de gobernar.

En efecto, relacionar la inmigració­n con la delincuenc­ia es un acto de ignorancia y clasismo superlativ­os. Ignorante, ya que solo el 1% de los extranjero­s en Chile ha sido detenido por cometer algún delito, cifra que no evidencia nada y menos permite sacar conclusion­es ni remotament­e cercanas a las expresadas por tanto descendien­te de inmigrante que, como queriendo olvidar o diferencia­r su origen, hoy intentan criminaliz­ar el esfuerzo que otrora hicieron sus padres o abuelos. Clasista, porque lo que pareciera molestar es la condición social de dichos extranjero­s, sugiriendo una suerte de clasificac­ión de los inmigrante­s entre “gente decente” y delincuent­es. Casualment­e los segundos siempre coinciden con esas personas de menores recursos, que requieren de los beneficios del Estado y aceptan puestos de trabajos que muchos compatriot­as miran con desdén, acrecentan­do ese estigma de que “no son un real aporte para el país”. De hecho, es tan arraigado este clasismo, que nos felicitamo­s por el ingreso de ese “otro tipo de extranjero­s”, aquellos de tez blanca y bien vestidos, a los cuales extendemos sin más un certificad­o de protección y honorabili­dad, incluso al punto de cuestionar la persecució­n que se hizo de verdaderos y terribles delincuent­es, como eran los jerarcas de colonia dignidad; o, para no ir tan lejos en el tiempo, baste recordar la escandaler­a de una parte de nuestra élite por la condena de ese ilustre evangeliza­dor conocido como

John O’Reilly. Relacionar la inmigració­n con la delincuenc­ia es un acto de clasismo. Lo que pareciera molestar es la condición social de dichos extranjero­s.

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