Está claro que las élites cosmopolitas (...) son las que deben prestar más atención a las quejas de los menos afortunados, de los menos educados y menos conectados.
Pocos analistas esperaban que los británicos votaran a favor de salir de la Unión Europea o los estadounidenses eligieran a Donald Trump como su próximo Presidente. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que surgió una explicación de consenso para justificar estos errores de cálculo. No obstante, cuando se trata de sucesos tan complejos, y con tantas consecuencias, deberíamos estar muy atentos para no caer en razonamientos simplistas.
El consenso actual culpa a las “élites” -aquellas en la academia, los medios y las empresas– por haberse hecho atrapar tan fuertemente por su mundo relativamente cosmopolita y conectado que no llegaron a escuchar atentamente a los grupos menos educados y conectados. Ya que estos mencionados grupos son los que menos se han beneficiado de la globalización, fueron ellos los más propensos a rechazar a las instituciones supranacionales (en el caso de Brexit) o a los candidatos de la corriente política tradicional (en el caso de Trump). Ignorar a estos grupos fue un error patente.
Hay una considerable cantidad de apreciables razones para justificar este punto de vista. El “pensamiento grupal” afecta habitualmente a la élite financiera e intelectual de hoy en día, incluyendo a los encuestadores, quienes a menudo tienen formaciones académicas similares, trabajan juntos, leen los mismos medios de comunicación, y se reúnen en las mismas conferencias y eventos, celebrados en lugares que se extienden desde Davos a Aspen.
Está claro que las élites cosmopolitas, que son las que toman decisiones que tienen consecuencias en sectores de importancia crítica, desde los sectores empresariales y financieros hasta los políticos, son las que deben prestar más atención a las quejas de los menos afortunados, de los menos educados y de los menos conectados. En lugar de juntarse con personas con ideas afines a las suyas en silos aislados, estas élites deben crear plataformas que conecten a las personas provenientes de los contextos y circunstancias más diversas. Tales plataformas ayudarían a abordar la fragmentación del debate público.
Sin embargo, las “burbujas” ideológicas no son el único problema. En primer lugar, las élites han fracasado no sólo en predecir las recientes victorias populistas, sino también en anticipar que el decididamente no populista François Fillon ganaría la primaria presidencial de los republicanos de centro-derecha franceses por un amplio margen. Claramente, ignorar la ira de la clase trabajadora no es el único factor que bloquea sus radares políticos.
Aquellos que votaron por Brexit o Trump no solamente fallaron en cuanto a poder entender los verdaderos beneficios de la globalización; hoy en día, estas personas carecen de las habilidades o las oportunidades para
La realidad es más complicada. Para que las economías garanticen el “triunfo” del crecimiento inclusivo, los muy ricos pueden tener que someterse a una forma de regulación y tributación, lo que les costará sustancial riqueza a largo plazo.
Lo que el enfoque liberal-democrático sí comprende correctamente es que hay prácticamente siempre espacio para llegar a soluciones de compromiso. Si bien no todas las personas se irán a casa sintiéndose como verdaderos ganadores, a las personas y países, de manera individual, les va mejor cuando trabajan en conjunto.
A raíz de los recientes errores de cálculo, debemos recalibrar nuestros radares políticos. En este punto, la diferencia fundamental en la cosmovisión de los demócratas liberales o de los socialdemócratas y de los ideólogos de línea dura, puede ser la diferencia que acarree más consecuencias. Los primeros deberían reconocer que existen situaciones gana-pierde a medio plazo, pero que en el largo plazo habrá un cambio democrático gradual en sus propios países.