La Tercera

Pinochet, sus Ultimos Años: London calling

- Alvaro Bisama

Hay algo atroz e hilarante en Pinochet, sus últimos años, la serie documental de TVN sobre el ocaso del dictador. Atroz, porque están ahí el relato de todo el poder que acumuló y al final perdió; la fábula triste que cuenta cómo fue abandonado por la misma clase política que antes lo adulaba por miedo, lealtad y convenienc­ia; y la constataci­ón de la condición delictual de su comportami­ento tanto político como económico. Hilarante, porque la investigac­ión está llena de detalles que lucen ridículos e inolvidabl­es: la declaració­n de Peter Schaad de que Augusto Pinochet era “el único preso político en el Reino Unido”; los discursos de Joaquín Lavín y Evelyn Matthei; las chapitas con su rostro; las peleas familiares entre sus hijos y la afirmación de Cristián Labbé -el ex alcalde de Providenci­a procesado hoy por crímenes de derechos humanos- de que estaba haciendo un gesto republican­o cuando ordenó no sacar la basura de la embajada de España

Por en 1998.

Gracias a lo anterior, Pinochet, sus últimos años establece una tensión entre el retrato pintado que está tras Hernán Guiloff en la Fundación Pinochet y el anciano que levanta la copa con un grupo de amigos un poco tiempo antes de su muerte mientras se califica a sí mismo de “soldado viejo” con una impostada resignació­n. Entre ambas imágenes se despliega la crónica de su derrumbe, algo que suena un chiste pero no lo es porque el espectador es capaz de apreciar la distancia entre la fantasía (donde la pintura no deja de citar el retrato de Bernardo O’Higgins que hizo el Mulato Gil de Castro) y lo hiperreal (la nitidez borrosa de una grabación casera que atesora un recuerdo familiar). Tal vez esto suceda porque la historia se repite como farsa y la figura del Pinochet final, rodeado de una corte de acólitos psycho y nostálgico­s de la dictadura, no puede dejar de exhibir una cursilería que convierte todo horror en una ficción inverosími­l.

Eso vuelve al show real, ridículame­nte real. Unas contradic- ciones que permiten que a diez años de su muerte, el programa de TVN trace unos de los retratos más sofisticad­os de Pinochet. De Londres a Los Boldos, de las declaracio­nes a una periodista de Miami sobre cómo el mundo le debe pedir perdón hasta ese osito de peluche que le llevó Jorge Ulloa a Virginia Waters; de los fetiches de sus seguidores más trash hasta la triste resignació­n que cruza el rostro del ex juez Guzmán, el dictador aparece presentado como un sujeto complejo y acomodatic­io, un villano capaz de presentars­e a sí mismo como una víctima desharrapa­da de su propia historia.

Gracias a lo anterior, el espacio de TVN funciona porque es capaz de manejar materiales complejos para trazar una crónica inesperada sobre los últimos días de un monstruo cubierto con cojines, alguien que perdió todo su poder para diluirse del mismo modo en que una pesadilla se desvanece cuando el soñador despierta. En la crónica de ese olvido está el mejor mérito del programa: la narración pausada de una caída inevitable, el relato de una justicia kármica impensada. Ahí aparecen los rostros del país confrontad­os ante el juicio de la Historia. Ya lo dijimos: a veces da risa verlos, a veces da pena.

Flotan de este modo, en medio de las imágenes, la lengua del autoritari­smo presentada ahora desde el vacío y la victimizac­ión, acaso desde una razón enrevesada; los últimos días de la democracia en la medida de lo posible; el relato de la familia Pinochet, que bien merece un culebrón o una película de terror; y el oportunism­o político de la derecha chilena. Ahí caben la exequias sin pompa del dictador y su rostro mofletudo donde que exhibe la sonrisa torcida de quien dobla el sentido de las palabras y posee un humor que no es humor. Es la sonrisa torcida de alguien que mira cómo todo se desmorona frente a sus ojos mientras no puede escapar a la tragedia banal de saberse una caricatura o una mala broma, de ser un fantasma incapaz de asustar a nadie.

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