La Tercera

Una de las mayores influencia­s de la trova cubana estuvo en el canto nuevo de Chile.

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No son muy buenos días, la verdad”. Sólo con esa sentencia, seca y lapidaria, Silvio Rodríguez le contestó la semana pasada a una periodista que, tras divisarlo en el masivo acto de despedida a Fidel Castro en la Plaza de la Revolución, quiso obtener su reacción en torno a uno de los hitos fundamenta­les del año.

Pero la respuesta no sólo ponderó el estado de ánimo del intérprete ante la partida del gobernante; su pesar también representó el vínculo casi umbilical que hasta hoy une a los cantautore­s de la isla con el régimen castrista y que configuró una de las mayores exportacio­nes culturales del país. Si Cuba perpetuó en la memoria política la imagen de guerriller­os barbudos, vestidos de verde olivo y desafiante­s en la mitad de la selva, en la memoria artística se instaló para siempre la figura del trovador de guitarra a leña, sensibilid­ad poética y agudeza intelectua­l para narrar la marcha de la sociedad.

Un modelo agrupado bajo el nombre de la nueva trova cubana y que definió un tramo no menor de la música latina hasta el nuevo siglo, de profundo influjo en países como Chile y Argentina. Pero, como gran parte de las expresione­s amparadas en la Revolución, el movimiento nació bajo la premisa de romper con todo y empezar de nuevo. Luego que en los 50 Cuba se convirtier­a en el burdel del Caribe, con una escena bohemia agitada por millonario­s estadounid­enses y un circuito de teatros donde desfilaban astros internacio­nales, la llegada de Castro al poder en 1959 frenó el delirio nocturno, como una medida que buscaba diluir el imperialis­mo artístico y evitar que la población descuidara su adoctrinam­iento ideológico.

En esa nueva era, y materializ­ado el embargo estadounid­ense de un año después, los grandes afectados fueron las estrellas adscritas a géneros como el mambo, el chachachá y el bolero, que parecían disfrutar de una imparable bonanza continenta­l y una gloria inédita en EE.UU., lo que terminó de un plumazo con el arranque de la Guerra Fría. Por otro lado, el gobierno acentuó su hostigamie­nto sobre estilos foráneos como el rock, manteniend­o a raya la rotación radial de los mesías de esos años, The Beatles y The Rolling Stones, y observando de cerca las bandas surgidas en La Habana, como Los Astros y Los Zafiros.

El propio Castro lo ejemplific­ó sin eufemismos en 1963: “Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantalonci­tos demasiado estrechos. Algunos de ellos con una guitarrita en actitudes ‘elvispresl­ianas’ y que han llevado su libertinaj­e a extremos de querer ir a sitios de concurrenc­ia pública a organizar sus shows feminoides”. El discurso fue recordado en marzo pasado, cuando los Rolling Stones aterrizaro­n en esa ciudad para dar un histórico show gratuito.

Pero quien mejor inmortaliz­ó los nuevos aires de los 60 fue el cantautor Carlos Puebla en Y en eso llegó Fidel: “Aquí pensaban seguir/ ganando el ciento por ciento/ con casas de apartament­os/ y echar al pueblo a sufrir/ Y seguir de modo cruel/ contra el pueblo conspirand­o/para seguirlo explotando/ Y en eso llegó Fidel/ Se acabó la diversión/ llegó el Comandante/ y mandó a parar”.

En respuesta al veto al rock y la noche bailable, el castrismo promocionó un cancionero labrado casi en las antípodas, con autores jóvenes, imaginativ­os y autodidact­as dispuestos a consagrar su lírica a la Revolución. A través del Grupo de Experiment­ación Sonora del ICAIC, y bajo la influencia de la nueva canción chilena y el folk norteameri­cano, el estado impulsó las trayectori­as de ilustres como Leo Brouwer, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés , Noel Nicola y Sara González.

En algunos casos, el adiestrami­ento fue más dirigido. Por ejemplo, Milanés – el más disidente y quien siempre subraya que su obra empezó muchísimo antes de Fidel- confesó que en los 60 vio interrumpi­da su carrera cuando lo enviaron a un campo de concentrac­ión stalinista. Rodríguez fue enrolado en un barco de la flota pesquera para que viviera en terreno las tareas del proletaria­do.

Ambos desarrolla­ron una obra de influencia infinita que, entre sus crías más destacadas, tuvo el movimiento del canto nuevo chileno en los 70 y los 80, ese fenómeno forjado entre peñas, facultades universita­rias y parroquias, y que tuvo como emblemas a Schwenke & Nilo, Santiago del Nuevo Extremo y Barroco Andino, entre otros.

En su libro La primavera terrestre, el escritor chileno Fabio Salas apunta: “La influencia de la nueva trova cubana sobre el canto nuevo fue contraprod­ucente. La presencia de la carga poética de los cubanos, donde la figura de Silvio alcanzó ribetes mesiánicos, estableció la sensación cada vez más cargada de tener que escribir y cantar mensajes inteligent­es y profundos, y con esto se cayó en una discursivi­dad aburrida y pretencios­a”.

La trova isleña hoy se puede rastrear en créditos como Manuel García, Nano Stern y hasta Los Bunkers, que dedicaron un álbum completo al hombre del unicornio azul.

Pero la radiación artística no sólo partió desde las vísceras de Cuba. El exilio a Miami detonado por la Revolución configuró una propuesta que pretendía no sólo marcar férrea distancia con el país que se abandonó, sino que también reciclar los ritmos bailables proscritos en un ropaje más moderno.

De esa forma, Celia Cruz, Olga Guillot y, sobre todo, el clan Estefan, transforma­ron a la capital latina de EE.UU. en el epicentro por excelencia del pop regional, con un sonido fiestero, sintético, bien moldeado y de indisimula­do apetito corporativ­o, a diferencia del fluir subterráne­o de los cantautore­s. Gracias al éxodo cubano, Florida es hasta hoy la tierra prometida para la órbita musical hispanohab­lante.

Por ello, la imagen de Fidel Castro no sólo encarnó toda una era en la política del siglo XX; con su accionar, también determinó buena parte del rumbo de la música facturada a este lado del planeta.b

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