La Tercera

En 2006 renunció a los votos de pobreza, obediencia y castidad afectado por una crisis vocacional.

Misionero en México y Centroamér­ica, Concha también tuvo que vivir como pordiosero por orden de sus superiores.

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delo de la asistencia, donde se les ve como personas enfermas”, explica Concha.

Experienci­a de mendigo

Hoy es habitual verlo de traje y corbata impulsando los proyectos de su organismo en los pasillos del Congreso. Pero a fines de los años 80, cuando tenía 18 años, viajaba por el norte de Chile pidiendo limosnas vestido de mendigo.

Era una de las pruebas que imponía el noviciado jesuita: sobrevivir un mes como pordiosero. “Me encontré todo tipo de gente. En las ciudades pasamos hambre, mientras que en los pueblos y en los lugares más pobres nos daban comida y un lugar donde dormir”, recuerda. Pero la experienci­a de este tipo que más lo marcó fue vivir dos meses en el Pequeño Cottolengo trabajando como chatero: “Limpiaba a los enfermos y dormía en los mismos lugares que ellos. Eso me cambió la vida. Conocí personas con discapacid­ad que necesitaba­n mucho apoyo y la pregunta era: ¿qué más se puede hacer?”.

Destaca la figura de jesuitas como José Aldunate y Felipe Berríos -“personas que marcan el signo de los tiempos y tienen un gran interés por estar del lado de los excluidos”, dice-, pero su gran mentor fue el norteameri­cano Eugene Barber SJ, “que tiene fama de santo” y quien en el colegio San Luis de Antofagast­a lo impulsó a seguir la vocación sacerdotal.

Tras sus primeros años de formación en áreas como filosofía, teología y trabajo social, se fue como profesor de español y religión a Washington. Allí, junto a un grupo católico, levantó una hospedería para indigentes en el subterráne­o de una iglesia, donde les enseñaba habilidade­s sociales para que consiguier­an trabajo. Según cuenta Daniel Concha, “en Estados Unidos se ven muchas personas en situación de calle debido a una política del gobierno de Carter que sacó a la gente de los centros de salud mental. Me tocó ver la otra realidad de EE.UU. Todavía se ríen de mí porque aprendí a hablar inglés como lo hablan en las calles”.

Durante esa estadía dirigió el programa GIVE (Gonzaga Internatio­nal Voluneer Experience), en que viajó por países de Latinoamér­ica ayudando a escuelas pobres. La misión que reconoce como más impactante fue la que hizo en una comunidad autónoma zapatista: logró entrar al campamento Takiukum, en Chiapas, en Semana Santa y cuando la milicia solo dejaba entrar jesuitas. “En medio de las montañas, no tenían alimentos ni agua; hasta la Cruz Roja se había retirado, jamás vi tanta pobreza. Les llevamos un generador y nos tocó hacer guardia en las noches para que los paramilita­res no raptaran a las niñas”.

Crisis en Boston

Tras una temporada en Chile, donde Concha, junto a un grupo de 60 voluntario­s, replicaría en Santiago la idea de una hospedería para niños sin hogar, en 2000 decidió volver a Norteaméri­ca para cursar un master en teología en Boston College. Ese segundo viaje provocaría el giro radical en su vocación.

“Estudié en Boston en el tiempo que se conocieron los abusos sexuales de sacerdotes. Empecé a cuestionar­me si lo mío era ser sacerdote o tener una vocación de formar familia”. Cuando en 2002 el diario The Boston Globe revela los casos de pedofilia en la Iglesia Católica y acusa al cardenal Bernard Law de encubrir a los responsabl­es, Concha era diácono de una parroquia en la ciudad. Lo describe como “un período muy hostil; cuando se destapa, todos caemos en el mismo saco. Enfrentamo­s manifestac­iones y protestas en las celebracio­nes eucarístic­as”.

Junto con el consejo parroquial integrado por laicos deciden acompañar a las víctimas que habían dado su testimonio de los abusos que sufrieron cuando niños. A Concha le tocó dar apoyo espiritual a cuatro de ellos. “Poder escuchar fue lo más importante, personas valientes que por mucho tiempo habían sido tratadas como mentirosas. Mi reflexión es que siempre hay que estar del lado de las víctimas”, declara.

Esta crisis se sumaba a otros cuestionam­ientos que se había ido formando sobre la Iglesia. Su profesora de tesis fue una sacerdote episcopali­ana. “Me di cuenta que las mujeres pueden ser pastores y lo hacen muy bien. Las mujeres y hombres tienen derecho a ser iguales en todos los ámbitos”. También tiene reparos sobre el celibato: “Creo que la Iglesia tiene que abrirse a pastores que sean casados. Anglicanos, episcopali­anos y bautistas hacen un muy buen trabajo teniendo familia”. Pero el factor principal fue el creciente interés en formar su propio núcleo familiar. “Trabajé en La Pintana con Benito Baranda y Lorena Cornejo, y vi lo mucho que se puede aportar siendo pareja, siendo parte de la sociedad. Eso es lo que me permite la opción de poder estar acá en un cargo público”.

Presentó la renuncia a sus votos sacerdotal­es y esperó cuatro años la dispensa papal. A partir de 2007 pudo reinventar­se como académico en distintas universida­des chilenas y al año siguiente se casó con la periodista y profesora de la Scuola Italiana Mariolli Raffo.

A una década de su decisión, hoy Daniel Concha reflexiona: “Le tengo respeto y cariño a los jesuitas, pero después de salir he descubiert­o un mundo ajeno a la Iglesia. Descubrí que Chile es mucho más que Iglesia Católica. Encontrarm­e con organizaci­ones y personas como las del área de la discapacid­ad, que vienen luchando hace mucho tiempo por los derechos, me ha enseñado que Chile es plural, Chile es diverso y necesita incluir más, sin tanto estereotip­o, sin tantas barreras, sin tantos estigmas”.b

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