La Tercera

Grandes comienzos

- Álvaro Matus

DE TODAS las enseñanzas y sermones que recibimos en el colegio, hay una frase del profesor de castellano que nunca he olvidado: “No crean en las contratapa­s”, decía el señor Castillo. “Dicen puras cosas buenas. Las escribe el editor solo para vender”.

Debe ser por eso que, a la hora de comprar un libro, siempre he confiado más en la primera página o incluso en las primeras líneas. Cuánta expectació­n hay, por ejemplo, en el arranque de La metamorfos­is de Kafka: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquil­o, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. No hace falta que siga para recordar a Gregorio en su gruesa caparazón y las innumerabl­es patas, mientras uno empieza a preguntars­e qué es peor, si convertise en cucaracha o seguir formando parte de esa familia.

Otra partida que transmite de inmediato la trama inquietant­e y afiebrada y también trágica es la de Nabokov en Lolita: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta”.

Simon Leys compara los inicios de las novelas con las oberturas: deben ser lo suficiente­mente inspirados como para envolverno­s por completo, pero no pueden llegar a eclipsar por su genialidad. El brillo extremo satura y, a su vez, colinda con el truco, el efectismo, el nocaut y todas esas nociones que ponen a la literatura en el plano de la competenci­a.

Podríamos pasar un día entero citando arranques y sin duda pecaríamos de mezquinos. El de Ana Karenina condenLAS sa una forma de concebir la literatura: “Todas las familias felices se parecen; las infelices lo son cada una a su manera”. Y el de Moby Dick y su “Llamadme Ismael” es sencillame­nte perfecto: Melville introduce al lector en “la parte acuática del mundo”, que es donde tienen cabida el misterio y lo sagrado.

Asimismo, es excepciona­l el comienzo de Jacob von Gunten, del suizo Robert Walser. “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinad­a. La enseñanza que nos imparten consiste básicament­e en inculcarno­s paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores?”.

Escrita a la manera de un diario, el poder de la novela reside en esa voz fresca, inocente y sincera, capaz de obnubilars­e con las piernas de una mesera y también de indagar en su propia existencia: “El día de mañana”, anota Jacob todavía en el primer párrafo, “seré un encantador cero a la izquierda, redondo como una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactancios­os y maleducado­s, o bien pediré limosna, o sucumbiré”.

Leído a la distancia, esas líneas ya dejaron de ser un modelo de excentrici­dad y se proyectan hasta nuestros días, donde la educación ocupa el centro del debate. Leída a la distancia, la novela de Walser dejó de ser un modelo de excentrici­dad y se proyecta hasta hoy, donde la educación es el centro del debate.

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