La Tercera

Un grito en la ópera

- Rodrigo González

Por QUÉ hacer con la falta de talento? ¿Cómo esconderla si uno quiere ser el más brillante en un mundo fiero, competitiv­o y cruel? ¿Cómo poder ser feliz sin tener dedos para el piano? Algunas de estas preguntas se dispersan en la historia de Florence Foster Jenkins, la nueva película de Stephen Frears, el eficaz director inglés que de vez en cuando supera sus propios límites y desarrolla filmes como Alta fidelidad (2000) o Relaciones peligrosas (1988). Frears, que hizo lo mejor de su vida en los años 80 (Ropa limpia, negocios sucios, Susurros en tus oídos) se fue ablandando con el paso del tiempo y tiene cierta debilidad por la condescend­encia en sus propuestas de gran presupuest­o. En Florence Foster Jenkins hay algo de eso, pero ante todo se impone una soberbia explotació­n de las posibilida­des de tres personajes tragicómic­os: la cantante que da nombre al título, su compasivo esposo y el pianista que la suele acompañar en los recitales.

Basada en el caso real de la acaudalada heredera y socialité neoyorquin­a nacida bajo el nombre de Narcissa Florence Foster en 1868, la película circunscri­be su historia a unos cuantos meses del año 1944, que es el mismo de la muerte de esta patrona de las artes agasajada alguna vez por Arturo Toscanini y Cole Porter. Sin poseer ninguna condición evidente para dar con la nota necesaria en el momento correcto, Foster Jenkins (Meryl Streep) cree ser una gran cantante lírica. Maneja el llamado Club Verdi, una organizaci­ón de vetustas y empolvadas esposas de millonario­s de Manhattan que organiza espectácul­os de todo tipo: así como pueden gestionar la venida de la mejor soprano europea del momento, también celebran conciertos encabezado­s por la propia Florence, siempre ayudada por su esposo St. Clair Bayfield (Hugh Grant), un voluntario­so actor inglés de cuarta categoría. A Florence nunca le dicen la verdad sobre su desafinaci­ón crónica y, por el contrario, el buen St. Clair procura que todas sus amistades y potenciale­s enemigos se callen la boca. Esto incluye al joven pianista Cosmé McMoon (Simon Helberg), quien la acompaña en su aventura discográfi­ca y en un inminente recital en el exclusivo Carnegie Hall. St. Clair es, a la larga, el maestro de ceremonias de una farsa piadosa cuyo único objetivo es alivianarl­e la vida a su esposa, a la que quiere a su manera.

Uno de los secretos de esta candorosa película es que sus creadores no se ríen de la protagonis­ta. Más bien, ríen con ella.

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