Szyszlo fue el primer artista abstracto en el Perú y su primera exposición provocó un estallido de voces críticas.
lla afirmación del Inca Garcilaso de la Vega, que quería al Perú tanto como Szyszlo, pero llamaba a su tierra natal: “madrastra de sus hijos”.
Quienes lo conocen saben que Szyszlo, a diferencia de otros buenos pintores, que pintan solo con las manos (y lo hacen muy bien), es un hombre muy culto, sobre todo de literatura, gran lector de poesía, y entre las influencias que ha recibido, junto a la de artistas como Hartung, Rothko y Tamayo, él menciona a Octavio Paz, José María Arguedas, André Breton, y sus lecturas de Thomas Mann, Paul Valéry y -sobre todo- de Proust, a quien suele citar a menudo de memoria. Las ideas le han importado siempre tanto como los objetos estéticos y, por eso, las páginas que dedica a su trabajo de pintor están entre las más seductoras y originales de su libro. No es frecuente que un pintor explique con tanta pertinencia la manera como se va fraguando cada cuadro, el pequeño esquema, trazo, línea o figurilla que dispara el proceso, la intensidad de emociones que genera en él esta aventura cotidiana, la sospecha de que todo aquello viene de las profundidades del subconsciente, la ilusión con que trabaja, y, luego, dice, la derrota inevitable, la comprobación de que lo logrado en el cuadro terminado está siempre por debajo del cuadro concebido como idea, intentando plasmarla cada día, una y otra vez, a sabiendas de que es imposible, porque la absoluta perfección es un demonio desalado al que un creador no alcanza nunca.
Szyszlo es el mejor amigo que tengo, el más extrañado y recordado, y yo creía conocerlo bien, pero sus memorias me han revelado que, bajo esa sobriedad tan austera –que él llama timidezhay una personalidad menos firme de lo que parecía, más delicada y vulnerable, en la que las traiciones y decepciones -que, por supuesto, vuelca también en su trabajo- dejan una huella profunda, como la mítica pasión frustrada de su juventud, a la que oculta tras el seudónimo de Laura, y que describe en sus memorias con una elegancia que no consigue disimular que, pese al paso de tantos años, hay una herida que sangra todavía.
La muerte de su hijo Lorenzo, en un accidente de aviación, lo afectó de una manera terrible, dividiendo su vida en un antes y un después. Y, aunque todos los que lo conocemos lo sabíamos, ahora, después de las páginas desgarradas con que evoca esa trage- dia, lo sabemos mejor, y, también, sabemos que nunca habrá cura para esa ausencia que lo hizo conocer de cerca aquella “boca de la sombra” que tanto lo había intrigado desde que por primera vez se encontró esa expresión en un libro, sin saber qué quería decir y de dónde salía, para descubrir, al cabo de los años, y en qué circunstancias atroces, que la había inventado Víctor Hugo y que era una más de las muchas metáforas que hemos fabricado los seres humanos para no llamar a la muerte por su nombre.
Es bueno vivir los 91 años que ha vivido Szyszlo si se los vive como él lo ha hecho, manteniéndose siempre activo y beligerante, trabajando sin tregua en la persecución de aquel sueño imposible, el cuadro perfecto, fiel siempre a un puñado de principios -la lealtad, la amistad, la verdad, la libertad, el amorque le han ganado, tanto como su talento creativo, la autoridad moral de que goza en su país, y el aprecio y la admiración de tanta gente. Aunque él es parco, y reacio a volcar su intimidad, pese a que en pequeños grupos no puede ser más ameno y divertido, en La vida sin dueño desvela muchas cosas íntimas -también lo hace Lila, su mujer, en una carta deliciosa que se ha filtrado entre aquellas páginas- consciente de que un libro de memorias sólo tiene razón de ser si se escribe (o dicta, como parece ser el caso por lo menos de parte de este libro) en serio, con el mismo arrojo y temeridad con que un genuino creador escribe un poema, compone una sinfonía o pinta un cuadro. Su libro se lee con placer y, a ratos, con la misma nostalgia con que él evoca tantas cosas que fueron y ya no son más, y tantas personas que ahora aparecen como recuerdos que los días van desdibujando, y, también, en cada página, aún las más dolorosas, esa convicción profunda de que la vida, pese a lo ingrata que puede ser, es también la cosa más maravillosa que nos ha pasado y, por ello, debemos aprovecharla hasta la última gota.
Antes de que Sartre desarrollara la idea del “compromiso” ya era Szyszlo un artista comprometido hasta
el tuétano.