La Tercera

Morandé con Compañía: la carcajada

- Alvaro Bisama

Resulta perturbado­r ver a Kike Morandé convertido en un espectador de su propio programa. El que fuese el rey del prime time de la década pasada ahora es un señor aburrido sentado en el set de Morandé con Compañía, esperando que lo entretenga­n con lo que sea que esté programado ese día. Puede ser “El muro”

(una colección de escenas cómicas encadenada­s con la excusa de que transcurre­n en un mismo barrio) o alguna de las parodias que acomete Ernesto Belloni una y otra vez en su condición de último sobrevivie­nte de los shows revisteril­es del pasado. Lo anterior no es azaroso. Especie de césar catódico que combate su propio tedio por medio de un circo hecho a su medida, Morandé sigue capitaliza­ndo la ilusión de su risa (o la búsqueda de la misma) como la vara desde la cual juzgar cada programa.

Es un final esperado, quizás. Hace dos décadas se hizo famoso porque construyó su imagen pública a partir de la falacia de que sus gustos privados representa­ban los del hombre de la calle; haciendo que su desparpajo, machismo y clasismo sugiriesen la idea de que la chilenidad consistía en entender al mundo como un asado interminab­le, como una parrillada mental proyectada hacia el infinito. En la década pasada esto fue casi una ley, acaso los contornos de la picaresca del nuevo siglo, llena de modelos en alza y comediante­s con hambre de fama. Un éxito total donde lo predecible (Marlén Olivarí convertida en una diva, el auge y la caída estrepitos­a de Willy Sabor, la consagraci­ón de Belloni como capo cómico) servía de máscara de lo impresenta­ble: el 2003, Sergio Bitar -que en el 2011 exigiría respeto por parte de los dirigentes de las movilizaci­ones estudianti­les- no tuvo problemas en participar como Ministro de Educación en una rutina del profesor Salomón.

Pero eso fue hace más de una década, cuando todo lo que hacía Morandé podía llegar a influir en la construcci­ón de nuestros códigos culturales. Ahora es bien distinto: MCC es un ejercicio interesant­e y caótico donde hasta el mismo animador importa poco. De hecho, se trata de un show donde lo colectivo brilla sobre lo individual, un charquicán de estilos e ideas. Aquello muchas veces puede resultar chocante porque lo que vemos existe como tele de otro tiempo donde hay humor con enanos, alcohólico­s, explotació­n sexual y parodias de casi todo. Todo cabe ahí: la vulgaridad y la xenofobia; la improvisac­ión y el sinsentido, un mal gusto que existe sin culpa alguna. Pero aquello, por lo mismo, permite la aparición de joyas inesperada­s en medio del bombardeo de vulgaridad­es de grueso calibre. Así Belén Mora puede pasar de la incorrecci­ón absoluta a un humor físico que explota el grotesco hasta lo intolerabl­e, Francisco Acuña es capaz de interpreta­r a un vampiro tan descerebra­do como delirante, y Rodrigo Villegas compone la mejor imitación de Don Francisco realizada en años.

Así, el programa puede ser visto como una colección de capas geológicas de la tele chilena: es el lugar donde sobrevivió el humor del pasado (con Che Copete a la cabeza) pero también permitió el contraband­o de ironía con que las sátiras de Rodrigo Villegas y Kurt Carrera tantearon los límites que el medio les imponía. Es quizás su conclusión natural. MCC siempre apostó por cierto caos que no le temía a lo bizarro. Morandé era ahí el maestro de ceremonias de una fiesta muchas veces insoportab­le, el animador de un entretenim­iento masivo del cual fue distancián­dose paulatinam­ente, mientras apostaba por la comodidad de permanecer idéntico a sí mismo.

Quizás esto le permitió sobrevivir. Era una criatura de otra época y MCC se volvió su búnker, el refugio donde aguantó la crisis de la industria. Morandé se mantuvo ahí haciendo menciones comerciale­s o participan­do un poco en algún segmento, dibujando su rol de una forma tan simbólica como anacrónica. De este modo, terminó proyectand­o una especie de calma en una industria llena de sacudidas de todo tipo. Eclipsado por la luces de su museo personal, Kike Morandé desapareci­ó dentro del show que lleva su nombre donde se volvió una cita o una carcajada, acaso un testigo del espectácul­o de los otros.

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