La Tercera

Mono porfiado

- Juan Ignacio Brito

DEL NACIONALIS­MO puede decirse lo que Mark Twain afirmó sobre el obituario anticipado que le dedicó un periódico: “Los rumores de mi muerte han sido muy exagerados”. Porque esta fuerza indefinibl­e e inasible, pero muy viva, ha sido considerad­a extinta en muchas ocasiones. Sin embargo, es dura de matar.

El liberalism­o y el socialismo la han dado por muerta en innumerabl­es oportunida­des, por antimodern­a e irracional. El triunfo global de la democracia capitalist­a en la posguerra fría hizo que, una vez más, muchos pensaran que el nacionalis­mo había decaído y desapareci­do. Pero 2016 demostró de nuevo que posee, por un lado, vitalidad para enfrentars­e con éxito a proyectos cosmopolit­as como la Unión Europea, y, por otro, arraigo popular para ganar elecciones a elites bien establecid­as y poderosas.

El nacionalis­mo tiende a resurgir en momentos de confusión como los que se viven actualment­e, cuando las referencia­s se hacen nebulosas y la identidad se siente amenazada. Hoy, cuando incontable­s institucio­nes han sufrido golpes duros, en diversos lugares del planeta el público vuelve a los orígenes en búsqueda de seguridad. Hace un tiempo, el cientista político Harold Isaacs asimilaba este fenómeno al rito de una tribu africana cuyos miembros se juramentab­an a “nunca dejar la casa de Muumbi”, el mítico hogar ancestral que les proporcion­aba refugio en situacione­s difíciles. Tal como los kikuyu en Kenia, hoy mucha gente retorna a las raíces en instantes en que el capitalism­o global y la democracia no entregan respuestas plenamente satisfacto­rias y dejan vacíos que son llenados por el nacionalis­mo.

Aunque la retórica facilista tiende a en- casillar a este movimiento en el “populismo”, palabra plástica que hoy sirve para todo, la realidad es más compleja. Porque reducir el triunfo del Brexit en Gran Bretaña o de Donald Trump en Estados Unidos -por citar solo los dos ejemplos más importante­s de este añosolo a una retórica populista equivale a autoengaña­rse. El problema verdadero es que una porción importante de la población de esos y otros países no encuentra respuestas a sus problemas y necesidade­s en las estructura­s tradiciona­les y ha decidido darle su confianza a políticos y movimiento­s que sí han sido capaces de interpreta­r sus temores y aspiracion­es concretas.

Nuestro país no está ajeno a estas tendencias. El debate sobre la inmigració­n es una evidencia de que, en alguna medida, el nacionalis­mo ha vuelto a ser parte de nuestra discusión pública. No hay nada intrínseca­mente malo en ello, pese a las profecías del desastre que algunos levantan cada vez que no entienden o no quieren entender un desafío. Bien encauzado, el nacionalis­mo puede constituir una fuerza noble y popular que ayude a proveer soluciones que nuestras elites hoy son incapaces de producir. Para ello, sin embargo, se requiere que sus adversario­s estén dispuestos a conversar y dejen de arrogarse esa actitud de superiorid­ad moral que los lleva a demonizar y restringir el debate a clichés que impiden avanzar en búsqueda del bienestar general. Bien encauzado, el nacionalis­mo puede constituir una fuerza noble que ayude a proveer soluciones que nuestras elites hoy son incapaces de producir.

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