La Tercera

LA MUDEZ DE MARTÍN

- Leonardo Véliz

Por la gran temporada, el editor de El Deportivo me encargó hacer una entrevista a Martín Rodríguez y esto fue lo que ocurrió. L. Véliz- ¿Aló? ¿Martín? M. Rodríguez - ¿Con quién?

LV - Con Leonardo Véliz. MR - ¿Sí?

LV – Quería conversar contigo de ex jugador a jugador activo, me identifica tu juego con el de mi época.

MR - (voz muy tímida) Es que... No me gusta hablar antes de la final de Copa Chile. Después del partido hablamos, el jueves.

LV - Bien. Te llamo. Se corona campeón Colo Colo la noche del miércoles y el jueves insisto con Martín.

LV - Hola, Martín. Leonardo Véliz te llama por lo prometido.

MR – (voz más tímida aún) No va a poder ser... No me gusta hablar.

LV – Pero, Martín, el hincha albo quiere saber qué piensas de ser campeón, tu juego distinto sobre la media del futbolista chileno, etcétera.

MR – No... Mejor que no. No me gusta dar entrevista­s.

Sin éxito, me despido dándole gracias por haberme “atendido”.

Lunes 26 de diciembre, mediodía, Avenida Providenci­a. En una fría mañana, me encuentro de frente con Martín y sus dos representa­ntes.

LV - ¡Hola, Martín! (Le extiendo la mano). Soy Leonardo Véliz, el de la conversaci­ón que me negaste.

MR – (Cabeza gacha, muy tímido, no emite palabras).

LV– Martín, era una entrevista coloquial y... (No terminé de hablar cuando uno de sus representa­ntes me interrumpe): “Es que a Martín no le gusta dar entrevista­s”.

Asombrado, me despido y le deseo suerte en México. Sobre los charcos de las veredas me fui reflexiona­ndo sobre su futuro. El fútbol es un asunto de diálogo en la cancha y también en la vida. La mudez no tiene cabida. Sus emociones hablan bien, su cuerpo lo hace excelente, pero su lenguaje es el que debe reconstrui­r.

Giro mi cabeza y observo un Martín de madera con unos hilos moviendo sus brazos y piernas. Una marioneta como muchos talentos de mentes no educadas. ¿Culpables? De ninguna manera. ¿Están en manos hábiles? Sí, pero indiferent­es por su desarrollo integral. Sus pies son importante­s, claro. ¿Y la cabeza? ¡No pues. Es peligroso que piense, amigo!

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