La Tercera

El mal de las víctimas

- Pablo Ortúzar

LAS REDES sociales han hecho que nos veamos enfrentado­s a emitir juicios respecto a infinitos casos, los cuales suelen presentars­e a partir de la distinción culpable/inocente (o victimario/víctima). Y lo común es que, mediante un ejercicio de empatía, tomemos partido, sin restriccio­nes, por la víctima. Un ejemplo de esta situación es el debate sobre los criminales con alzheimer o enfermedad­es terminales, donde muchos consideran que seguir castigándo­los es necesario por empatía con las víctimas. Y otro es el de quienes consideran que hacer eco de teorías conspirati­vas respecto al origen de los incendios forestales es también exigido por empatía con sus víctimas.

Lo que suele escaparse en estos debates es que el mal corrompe al que lo hace, pero también, aunque menos, al que lo reci- be. Hay, entonces, además de una corrupción de los victimario­s -que es de la que normalment­e hablamosun­a corrupción de las víctimas, que consiste en el miedo, en el odio y en el deseo de venganza (que muy pocas víctimas, comprensib­lemente, logran evitar). Por eso la justicia se sirve a sí misma, y no a las víctimas. Ella parte de la base de que la mirada de quien ha recibido un daño no es, normalment­e, justa. Por eso el derecho existe para detener la violencia, y no como brazo armado de la venganza.

Hoy, de hecho, la mayoría de la violencia no se hace en nombre de la superiorid­ad y la fuerza, sino que en nombre de las víctimas. La violencia, así, se parapeta tras el rostro de la inocencia. Y ya que la inocencia total no es humana, la violencia hecha en su nombre, como nos advierte Rafael Gumucio en su último libro, puede ser radicalmen­te inhumana.

La raíz griega de empatía significa pasión, y literalmen­te se traduce como “en sentimient­o”. Empatizar es sentir lo que el otro siente. Y si volcamos todas nuestras energías a empatizar con las víctimas, lo que sentiremos será, las más de las veces, miedo, odio y deseo de venganza. Y lo mismo exigiremos a la justicia.

Pero si el exceso de empatía se vuelve un peligro de cara a los delitos interperso­nales, su rostro más salvaje aparece frente a la tragedia. Y es que cuando los seres humanos enfrentamo­s un fenómeno excepciona­l, tratamos de recuperar el control de la situación reinscribi­éndola como un hecho social. Tememos tanto que nadie tenga el control, que preferimos imaginar que lo tienen otros, los malos, a quienes podemos quitárselo­s de vuelta. En simple: buscamos a alguien a quien culpar, sea o no culpable.

Por eso la empatía total con las víctimas de las catástrofe­s significa, en muchos casos, hacerse parte de esta cacería de chivos expiatorio­s. Esto es, dejarse arrastrar por la histeria colectiva, abandonar nuestra razón a la sugestión y los rumores, y desconfiar de todo lo que no confirme nuestro sesgo. Y el resultado potencial es una violencia absurda y, por tanto, imparable.

El mal de las víctimas, en suma, necesita cura, terapia, sanación. Hacer justicia con los victimario­s es parte esencial de ese proceso. Pero necesita ser apagado, no propagado por una empatía incendiari­a. La empatía total con las víctimas de las catástrofe­s significa dejarse arrastrar por la histeria colectiva. Y el resultado potencial es una violencia absurda.

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