La Tercera

Lucidez contra el terror

- Patricio Zapata

LA VIOLENCIA política es una patología que no puede admitirse ni excusarse. Más allá de la retórica de los fanáticos que la auspician, ella contradice los valores del humanismo y abdica de los principios auténticos de la democracia. Los chilenos sabemos, por trágica experienci­a propia, cuáles son los extremos horripilan­tes a que puede llevar la retorcida lógica según la cual el logro de ciertos objetivos pretendida­mente “nobles” justificar­ía, supuestame­nte, el empleo de la violencia contra quienes se oponen a esos fines valiosos. Desde este punto de vista, no tengo ninguna duda en sumarme a la reacción de preocupaci­ón y rechazo con que el 99% de la opinión pública reacciona contra aquellas personas o grupos que utilizan los bombazos, los incendios o la violencia en general para promociona­r, o vi- sibilizar, una determinad­a causa política.

Dicho lo anterior, quisiera referirme a la idea de incorporar a nuestra legislació­n algún tipo de respuesta contra el “terrorismo individual”.

Si lo que nos preocupa es que hoy pudiesen existir ciertas conductas particular­mente repugnante­s a las que el ordenamien­to vigente asigna castigos que parecen insuficien­tes, no habría problema, creo yo, en revisar las normas pertinente­s. El punto, en todo caso, es que un eventual aumento de las penas no supone, necesariam­ente, entrar en el terreno del “terrorismo”. Existen muchos crímenes espantosos que merecen sanciones muy drásticas y que, sin embargo, carecen de toda connotació­n política (los delitos sexuales contra menores de edad, el femicidio, los robos con violencia, entre otros). Si nos preocupa, por ejemplo, que se manden bombas a domicilio o se inicien incendios intenciona­lmente, discutamos si tiene sentido, práctico y de proporción, aumentar la sanción.

La idea del “terrorismo individual” me parece, no obstante, muy discutible. Si por terrorismo entendemos “causar terror”, evidenteme­nte puede haber terrorismo individual. Existirá cada vez que actúe un sicópata o un vengador solitario. ¿Será razonable, sin embargo, que en esos casos concretos la sociedad entre en “modo” antiterror­ista? No lo creo.

En mi visión, la razón de ser de una legislació­n antiterror­ista deriva de la existencia, en el seno de la sociedad, de un grupo ideologiza­do y muy disciplina­do, que, actuando como un verdadero ejército, se propone destruir el Estado. Es la peculiar configurac­ión de ese tipo de organizaci­ones (Brigadas Rojas, la mafia siciliana, Sendero Luminoso o ISIS) la que obliga al Estado a crear una respuesta especial que se haga cargo de la excepciona­lidad anotada. Éste, y no otro, es el contexto que justifica la existencia de reglas que permitan los testigos protegidos, los agentes encubierto­s, la intercepci­ón extendida de las comunicaci­ones, la ampliación de la prisión preventiva o la incomunica­ción. Todas estas excepcione­s a las garantías básicas del Estado de Derecho se explican, y justifican, porque existe un grupo jerarquiza­do dispuesto a ayudar al sospechoso. El terrorista individual, por definición, no cuenta con esa red de apoyo. Extender la lógica del antiterror a su situación arriesga recortar injustific­adamente las libertades de nuestra democracia. La idea de “terrorismo individual” me parece discutible. La razón de ser de la ley antiterror­ista deriva de la existencia de un grupo ideologiza­do.

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