Balance y proyección de la Nueva Mayoría La reforma tributaria y laboral, que dañaron profundamente a la economía, han puesto en duda la continuidad de las orientaciones estatistas e igualitaristas que introdujo esta coalición.
LCAMBIOS económicos y socio-políticos que venían gestándose en el país por algunos años parecen haber cuajado entre los dos gobiernos de Michelle Bachelet. Hasta poco antes, el país político no había tomado suficiente conciencia de la fuerte expansión de la clase media y sus urgentes necesidades; o del rol de la mayor información, que al develar irregularidades distanció a la ciudadanía de las “elites” de todo tipo. Las instituciones bajo escrutinio -políticas, empresariales, religiosas- habían perdido ascendiente sobre una población desconfiada, que exigía transparencia, rendición de cuentas, y recursos. Fue esa desconfianza la que dejó a la ciudadanía proclive a elegir entre alternativas políticas según la simpatía, distancia de las élites y credibilidad de las personalidades involucradas, y menos atenta a la consistencia y fundamentos técnicos y doctrinarios de las propuestas en pugna.
La gran convocatoria de Bachelet en 2013, basada en su atractivo personal, y su imposición de un programa fuertemente ideologizado a su coalición, reflejan bien el contexto en que vio la luz una Nueva Mayoría que, sin cuestionamientos, ocupó el espacio creado por Bachelet.
Cabe preguntarse, a tres años de iniciado este gobierno, cuán perdurable será el impulso que se dado al estatismo e igualitarismo. Una parte importante de la ciudadanía parece seguir desconfiando de las élites y valorando atributos personales por sobre propuestas e ideas concretas, y las fuerzas que trajeron a Bachelet parecen estar encontrando ahora en Alejandro Guillier, que se presenta como continuador de la Nueva Mayoría, un nuevo objeto de credibilidad. Pero más allá de que el estilo e ideología de Bachelet puedan llegar a estar bien representados, la continuidad de sus políticas no es segura. u reforma educacional, la que mejor define el sentido de su gobierno, ha dividido y seguirá dividiendo al país. Por una parte, hay una visión encontrada entre quienes favorecen un amplio rol para el sector privado, en temas productivos y sociales, y quienes apoyan un rol estatal preponderante en todos los ámbitos. Por otra, como la reforma educacional de Bachelet ha pretendido subordinar toda otra consideración en este campo al logro de acceso a educación enteramente igualitario para todos, la división también se ha explicitado entre quienes creen que los padres tienen el derecho a apoyar a sus hijos a partir de su capital cultural y económico, y quienes consideran que ello es inaceptable. La pugna ideológica en torno a la reforma ha dificultado el avance de la legislación requerida para sostenerla. Podrían anticiparse dificultades aún mayores para la consagración a nivel constitucional de sus orientaciones estatistas e igualitaristas, pues parecería extraño que la minoría opositora del Congreso renuncie a la posibilidad
Sde incidir en el contenido de una eventual reforma constitucional, reduciendo los actuales quórums para su aprobación, según los planes del gobierno.
Pero más allá de diferencias ideológicas, sin embargo, lo que posiblemente definirá la continuidad de estas políticas educacionales, será la capacidad del oficialismo de convencer a quienes fueron sus partidarios que el supuesto mérito ético de la reforma justifica haber detenido el crecimiento del país, que fue la consecuencia aparente de haber establecido como instrumento necesario la gratuidad universal y la consiguiente reforma tributaria para financiarla. Resulta difícil entender que los técnicos de la Nueva Mayoría hayan elegido elevar el impuesto a las rentas empresariales para financiar la reforma educacional -el más costoso en términos de crecimiento, en un mundo en que estos impuestos van siendo reducidos en la gran mayoría de los paísesdesoyendo todas las advertencias que indicaban que ello apagaría la inversión en el país, y que sus efectos recaerían sobre los sueldos de los trabajadores. También resulta sorprendente que, siendo tan prioritaria la reforma educacional para el gobierno, se haya agravado el contexto económico en que se había de impulsar cediendo en materia laboral a presiones sectoriales, para establecer reformas -como la total eliminación del reemplazo de trabajadores en huelga- que se sumaron al impacto sobre la inversión que ya tenían los ajustes tributarios. sí, por decisiones técnicamente erróneas, y por debilidad ante grupos de presión, el estatismo y el igualitarismo que impulsaba el programa de Bachelet han perdido atractivo, al aparecer estrechamente ligados a la pérdida de pujanza de nuestra economía. Hoy, para muchos observadores, también del oficialismo, los riesgos para la continuidad del impulso Bachelet derivan menos de su extremismo y su ánimo refundacional (la “retroexcavadora”) que de una falta de priorización y de una gestión técnicamente deficiente. Las fortalezas de la oposición no están en la simpatía personal de sus candidatos, sino en la esperanza de revertir el estatismo, reencantar a los empresarios y ajustar las políticas económicas, laborales y de gasto social, a lo compatible con una economía nuevamente sana y generadora de empleo. Para que todo ello ocurra parece necesaria una reorientación profunda de las reformas tributaria y laboral que, si revive la economía, dará el espacio para revertir el estatismo y para nuevas reformas, particularmente en educación. Si así pasa, la gestión Bachelet será vista como un paréntesis. Si nada de aquello ocurre, se habrán confirmado el impulso estatista de este gobierno y, posiblemente, el actual temor de que hay un antes y un después del segundo gobierno de Bachelet para la economía chilena.
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