Devaneos de la izquierda revolucionaria
Dentro de la izquierda hay dos grandes familias: la socialdemócrata y la revolucionaria. La primera es la de quienes no están dispuestos a traspasar la línea republicana, heredada de la Ilustración, por dos razones, una de realismo político, otra de principio.
El realismo les impide admitir la posibilidad de, sea por medio de la ingeniería social, sea por medio de una deliberación emancipatoria (y el correlativo desplazamiento del mercado), alcanzar algo así como un estadio en el que el Estado y el mercado devengan superfluos como instituciones. Además, se oponen a la revolución porque reconocen en la idea republicana de un poder dividido y una participación ordenada, maneras de disminuir la violencia sobre los ciudadanos y proteger su libertad.
Hay otra familia de la izquierda, que ha adquirido especial protagonismo en Chile y algunos países hispanohablantes, que aboga por no renunciar a un camino que culmine en la revolución, es decir, en la superación del entramado institucional republicano, del Estado y el mercado.
Esta izquierda goza en Chile de perspectivas de crecimiento relevantes. Cuentan con grupos intelectuales y cuadros políticos de nivel y han logrado la articulación de movimientos universitarios y sociales a gran escala.
Sin embargo, están afectados por un problema de difícil solución. Lo llamaría la cuestión del carácter regulativo de todo ideal. Por idea regulativa entendía Kant una noción capaz de guiar el pensamiento y la acción, pero que resulta imposible alcanzar. Así ocurre, por ejemplo, con la idea de “universo”. Pensamos a los objetos del mundo formando parte de algo como una unidad a la que llamamos universo. Las distintas ciencias avanzan suponiendo esa idea. Piensan que tienen a la vista, por ejemplo, en la mecánica cuántica y en la clásica, un mismo universo, y que al descubrir amplían los límites de nuestro conocimiento sobre aquél. Sin embargo,
Por pasa que, por más que se avance, nadie situado dentro del universo podrá “ver” al universo en cuanto totalidad (para lograr algo así tendría que poseer la descomunal capacidad de salirse del universo).
Con el discurso de la izquierda revolucionaria sucede algo parecido. Él supone que hay un momento en el que –sea porque se logró una feliz alteración de las condiciones de producción, sea porque se alcanzó un nivel egregio en la emancipación de las consciencias respecto del interés egoísta– la historia cambia y se alcanza un nuevo estadio en el que las contradicciones han sido superadas.
En el intertanto, sin embargo, ocurre que ese momento no ha llegado. Mientras ese momento no llegue, la posición de la izquierda revolucionaria es asunto de fe o creencia. El revolucionario insistirá en la posibilidad de la superación de las contradicciones sociales, apoyándose en la creencia de que la consciencia del movimiento político al que se pertenece es la más avanzada posible y progresa. O sea: mientras la nueva época de hecho no haya irrumpido, no se conoce todavía si la época anterior ha terminado. Como no se sabe si terminó el estadio anterior, no puede emerger aún con claridad la consciencia correcta de que se ha alcanzado “el estadio emancipado”. No hay criterio para discernir si la nueva época ha comenzado.
Por eso, el revolucionario tiene que afirmar que la correcta consciencia histórica –que el pensador revolucionario se auto-atribuye– es la que permite clausurar la época anterior. Por medio de ejercicios del pensamiento, pretende auto-atribuirse así la insólita capacidad de clausurar la historia y la imprevisibilidad, insondabilidad y el abismo que, como la existencia misma, ella nunca deja de ser. Cual el metafísico que mediante la sola razón pretende alcanzar una visión total del universo desde fuera de él, el revolucionario termina atribuyéndose una inverosímil similar capacidad.