Ambicioso y seguro de sí mismo, Matías Correa consideró que en su tercera novela, era necesario utilizar cuanto recurso estuviese a su alcance. El resultado es lamentable.
Cuesta imaginar que antes de publicar Alma, su obra más reciente, Matías Correa escribió dos novelas correctas, bien planteadas, que fueron oportunamente celebradas en ésta y en otras páginas de crítica. Cuesta porque es tan grosero el número de desaciertos de Alma, que sólo cabe preguntarse en qué momento se produjo el fatal extravío. Donde antes hubo contención, ahora hay exceso. Donde antes hubo limpieza, ahora hay desorden. Donde antes hubo honestidad, ahora reina el retorcimiento. Y lo que es peor: allí donde antes se percibía una búsqueda esmerada por dar forma al lenguaje y a la trama, ahora campean la presunción, la estulticia, la cursilería y el mal gusto.
Ya desde la primera página de la novela es posible darse cuenta de que la narradora innominada se expresa de manera poco clara y que, a la vez, manifiesta debilidad por la cháchara intrascendente. Poco más adelante el asunto empeora dramáticamente, debido a que comienza a asentarse una sospecha mortal en el lector, sospecha que sólo irá creciendo a medida que uno avanza en los tediosos episodios del libro: la mujer no maneja todos los hilos del relato que se esmera en transmitir, y es imposible que lo haga, pues, a la luz de la evidencia, demuestra ser una narradora improbable y absolutamente inverosímil. Por largos pasajes no se sabe quién diablos está a cargo del relato. Y eso es imperdonable.
La acción, por así llamarla, se centra en los Lorca, una familia de cinco miembros (padres y tres hijos adultos), cuya peculiaridad máxima resulta ser que nadie es normal. El recur- so es tan torpe como aburridor, dado que, asumo, ningún lector está dispuesto a que lo involucren en jugarretas pueriles. En diferentes grados, la pérdida de la memoria es lo que une a los Lorca, pero la idea jamás llega a constituir un tema central de la novela: la dispersión es tan desatada que, en rigor, aquí no hay ningún tema que predomine sobre otro, sino que, más bien, el asunto constituye un galimatías de irritantes proporciones (253 páginas).
Ambicioso y seguro de sí mismo, Correa consideró que en Alma era necesario utilizar cuanto recurso estuviese a su alcance. Desde el listado bolañesco hasta las citas falsas, pasando por los dibujitos, los chistes y el cientificismo inocuo, todo le fue útil al autor. El efecto es sumamente revelador: hace mucho tiempo que yo no leía una novela tan deficiente. Y aún hay más: no bastándole con la batería de trucos recién expuesta, el autor se permite introducir en su novela nada menos que a Slavoj Žižek, esto a través de una frase fatua e insólita que ni siquiera vale la pena reproducir.
También hay ocasiones en que el humor desconcertante de Correa se funde con descripciones lamentables, como la que sigue, referida a la Patagonia chilena: “En un territorio donde hay más ovejas y bosques nativos que microbuseros y plazas de estacionamiento, cuesta mucho toparse tanto con cámaras de seguridad pública como con circuitos cerrados de televisión”. Pero la verdad es que lo anterior es un detalle menor, sobre todo si se tiene en cuenta que desde la primera página de Alma uno sólo anhela transmigrar a universos menos fatigosos.