Constitución de Aladino
ALGUNAS COLUMNAS de los últimos días dejan la impresión que en el tema constitucional el panorama podría ser esperanzador. Quiero argumentar lo contrario y sostener que, por al menos dos razones, el asunto solo ha empeorado.
La primera dice relación con la retórica que envuelve el proceso. El ministro Fernández, que sabe de estos temas, dijo a La Tercera que “casi todos los problemas que se viven diariamente tienen que ver con la Constitución”. El ministro Eyzaguirre, que no es hábil con las analogías, afirmó sin sonrojarse que “el tipo de pan, de techo y de abrigo y a quién le llega, depende del marco constitucional”. Me niego a creer que ambos ministros crean de verdad lo que están diciendo. La historia y el sentido común muestran que los problemas de pan, techo y abrigo se solucionan por medio de políticas públicas acertadas. La Constitución poco aporta en todo eso. Pero el que lo hayan dicho coordinadamente muestra que ese será el discurso oficial.
Por eso no es de extrañar los resultados de la Cadem de ayer. La gran mayoría de los chilenos quiere una nueva Constitución porque, en realidad, nos han vendido que ésta será la “Constitución de Aladino”, esa que hace realidad todos tus sueños. Y mientras todo siga al nivel de las frases simples, como las de los ministros, la adhesión por una nueva Constitución no bajará.
La segunda razón que alimenta el pesimismo es el ninguneo al Congreso. Todo parte en el mensaje que afirma más de una vez que se necesita una reforma “que habilite el total reemplazo de la Constitución vigente”. Por primera vez el gobierno sostiene que la única forma de tener una nueva Constitución es aprobando una reforma habilitante. Así se atrinchera en el maximalismo de una tesis que sostiene que solo habrá cambio total si éste se hace fuera del Congreso. Ello no solo es políticamente extremo sino que jurídicamente erróneo pues en el Congreso reside la potestad constituyente.
Pero el ninguneo ya es brutal cuando el proyecto, como si nada, despoja a los legisladores de la decisión constitucional, una de las más relevantes en el proceso político. Lo hace al proponer una instancia (la Convención Constitucional) que es configurada por el Congreso y luego dejada a su suerte. Es decir, los representantes, ley orgánica mediante (¿la resurrección de las LOC?), se desprenden de la decisión constitucional para transferirla a la nueva convención. ¿Qué virtud democrática tiene ésta por sobre el Congreso? ¿No es esa una forma de seguir deslegitimando la política pues supone que los políticos no son capaces de tomar la decisión constitucional y por ello deben transferirla?
La única esperanza es que nadie haya reflexionado mucho sobre todo esto y solo hayan buscado un objetivo de corto plazo: unir de una vez a la desafectada Nueva Mayoría en torno a algún proyecto. Para hacerlo el gobierno sabía que debía sacar del papel la asamblea constituyente y crear algo bastante parecido pero con otro nombre. Y es ahí donde los cerebros de La Moneda concibieron la Convención Constituyente, sin importar que de paso estén erosionando el rol del Congreso. ¿No es eso algo que debiera criticarse duramente?
El gobierno sabía que debía sacar la AC y creó la Convención Constitucional, sin importar que de paso estén erosionando el rol del Congreso.
RECIENTE elección de Alfredo Moreno como Presidente de la CPC y el inicio de la contienda por la presidencia de la Sofofa entre Bernardo Larraín y Rodrigo Álvarez, parecen traer consigo un buen augurio: la presencia de dirigentes empresariales que parecen tener claridad de que enfrentan una compleja encrucijada. Ésta consiste en que la empresa privada necesita recuperar la confianza ante la ciudadanía, en la actualidad fuertemente deteriorada por los escándalos éticos consecutivos que han golpeado al sector y por el uso político que algunos grupos han efectuado de los mismos. Es posible afirmar que en el transcurso de las últimas décadas la empresa privada se ha logrado ganar una merecida “legitimidad técnico-económica” entre la población, sin embargo no ha acontecido similar cosa respecto a la necesaria “legitimidad ética” que requiere para poder operar (sin grandes dificultades) en la sociedad. Es más, las conductas reñidas con la ley y la moral salidas a la luz pública durante los últimos años han colaborado más bien a devaluar esta última dimensión.
El énfasis que el nuevo presidente de la CPC ha puesto en la necesidad de mejorar en materia de ética como tarea prioritaria para los directivos empresariales pareciera ir por el camino adecuado. Mientras ello no acontezca será imposible que la institución empresarial consiga crecer en reputación y fortalecer su posición para trabajar y proyectar su quehacer sin mayores cortapisas gubernamentales y sociales y, de paso, estar en condiciones de influir positivamente en aquellos ámbitos que las afectan como, por ejemplo, es el caso ostensible de la legislación y las políticas públicas en áreas tales como economía, propiedad privada, normas laborales y medioambientales.
La adopción de conciencia de la realidad al respecto es un primer paso imprescindible, aunque no suficiente, para avanzar hacia conductas más probas. Se requiere, además, que ésta sea amplia y difundida entre los conductores empresariales y coetáneamente se precisa de una firme determinación entre ellos que los impulse a no cejar en su empeño durante el tiempo. El efecto ejemplar positivo que una posición y acción tenaz en pro de la moralidad en los negocios puede significar puede ser tanto o más efectivo que el negativo que aquellas actividades reñidas con la ética han comportado para el mundo de las empresas. Una tarea de esta trascendencia obliga a los hombres y mujeres de negocios a no callar y estar dispuestos a condenar públicamente las malas conductas de sus pares demandando las correcciones y reparaciones atingentes. El silencio de empresarios y dirigentes empresariales en este tipo de situaciones es entendido por la ciudadanía como complicidad, anuencia o práctica de acciones similares entre ellos.
Desde el punto de vista interno de las organizaciones, para que haya progresos en las conductas se necesita establecer códigos y normas, incorporar éstos a la cultura corporativa, y hacerlos valer toda vez que sean quebrantados. Trabajo que no solo reclama de liderazgos fuertes y convencidos sino que exige también de una tarea formativa permanente dirigida a todos los miembros de las compañías y el establecimiento de los sistemas y procesos de cumplimiento legal y ético correspondientes.
Es de esperar que a las declaraciones de intenciones sigan las acciones. El desarrollo futuro de Chile lo demanda.