La vida continúa
COMO recordaba en una entrevista esta semana, en la oficina del timonel del partido Socialista hay una foto de Allende, Lagos y Bachelet; tres figuras cuyos semblantes, además, aparecen en la credencial que ese mismo partido ahora otorga con motivo del refichaje. ¿Por qué una amplia mayoría del Comité Central terminó por inclinarse hacia una figura ajena a la tradición histórica de la izquierda?
Se me ocurren algunas explicaciones, aunque ninguna justificación.
La primera, apunta a confirmar que nuestra política está convertida en un concurso de popularidad, donde el debate público se ha transformado en una suerte de casting, cuyo único y sagrado rector son los números y tendencias que nos arrojan las encuestas. Y aunque para muchos esto pudiera ser lo fundamental, cuando no lo único, se trata de un evidente síntoma del deterioro y la falta de coherencia para los progresistas; es decir, para quienes tienen la convicción de que a través del esfuerzo colectivo es posible alterar la realidad y no resignarse a ella, cual destino natural e ineludible.
La segunda, supone sumarse al coro que identifica al gobierno de Lagos como la fuente de todos los males que hoy nos aquejan, y a él como ícono del legado concertacionista. Tal reproche no es solo injusto sino superlativamente ignorante. Más allá de los muchos errores y cuestiones que nos incomodan o también avergüenzan, se trata de los gobiernos que más desarrollo y oportunidades le dieron a Chile, introduciendo una modernización sin precedentes, contribuyendo a mejorar objetivamente la vida de muchas personas, liberándolos de la miseria y la pobreza, como probablemente antes nos hubiera tomado cuatro o cinco generaciones. Todo eso, sin todavía ahondar en una transición política que en paz restableció nuestra democracia y libertad.
Mirado desde ahora, todavía habría muchos “compañeros” que podrían juzgar a Lagos como una figura del pasado, acusando su liderazgo de conservador y trasnochado. Pues bien, y contrario a lo que usualmente se afirma, quizás su mayor legado no estuvo en la infraestructura, la subordinación del poder militar o las relaciones internacionales, sino en una profunda transformación cultural, que dio paso a una ampliación de las libertades y sentido cívico, desafiando así las estrecheces del debate político; lo que permitió, entre otras cosas, que pudiera sucederlo la primera Presidenta mujer de nuestra historia, y además socialista.
La paradoja entonces, esencialmente digna y republicana, aunque no por eso menos triste, es que esa transformación liderada por Lagos, con una sustantiva modificación de los estándares y posibilidades ciudadanas, desencadenó años después una oleada revisionista y muy severa sobre su propio rol y figura. Y aunque tales reproches son legítimos, y muchos ciertos, pueden hacerse pues este tiempo y sus protagonistas están parados sobre sus hombros Presidente.
La paradoja es que la transformación liderada por Lagos desencadenó años después una oleada revisionista sobre su figura y su rol.