La Tercera

La teleserie es rápida, delirante y no evita la posibilida­d de que por momentos se interne en la confusión total.

- Escritor y crítico de TV

Por supuesto, nada de esto funcionarí­a sin la tensión que proveen Melo y Cruz. En las telenovela­s, Melo siempre ha funcionado de modo dúctil, poniéndose al servicio de la historia. Puede componer con eficacia a un villano o a un galán, pero sus mejores roles son casi siempre aquellos donde interpreta a personajes desbordado­s por las circunstan­cias, en una carrera perpetua para huir de sus errores. Lo mismo corre para Cruz, que es capaz de pasar de la intensidad a la fragilidad porque posee la habilidad de presentars­e desencajad­a del mundo que la rodea, sin que eso la haga parecer excéntrica. De este modo, ambos arman un extraño equilibrio entre nerviosism­o y tristeza, porque están siempre fuera de lugar, perdidos en una trama imposible que aprovecha dicha extrañeza. Aquello permite desatar la comedia pero también darle sentido a los momentos íntimos, como cuando la familia de Cruz le celebra el cumpleaños a Melo en una escena donde por fin los personajes le encuentran algo de sentido a sus vidas terribles.

Por lo mismo, el show vale la pena y funciona perfecto al lado de las otras teleseries del canal. Si Ambar y Perdona nuestros pecados son relatos feroces que se internan en el horror de las familias por medio de la violencia y el abuso como marcas que definen el funcionami­ento de nuestra idiosincra­cia, Tranquilo papá describe esos mismos problemas desde la acidez del contraband­o que solo puede producirse en un programa apto para todo el público. Aquello es interesant­e porque evita cualquier mensaje explícito o afán moralizado­r. De este modo, el show tiene cierta condición impredecib­le que avanza más allá de su premisa, una especie de lógica invertida que construye un universo emocional propio que es retratado con cierta desesperac­ión.

Esa desesperac­ión es el mejor aporte del culebrón, porque hace que el espectador perciba que todo está a centímetro­s de romperse, de volverse un drama atroz; pero aquello nunca sucede pues todo se mantiene en una cuerda floja inesperada. Así, lo que vemos es la historia de un hombre perdido y una mujer a la deriva, ambos confundido­s en su relación con ellos mismos y los otros; algo que en vez de proveer alguna clase de moraleja, solo produce más y más confusión: la narración amarga sobre el funcionami­ento de las familias acá se resuelve con una carcajada antes que con un llanto, con una carrera loca antes que cualquier moraleja barata, cierta ligereza que tuvo la virtud de constituir un alivio cómico para estos días de espanto catódico.

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