Nueva Constitución
POR MUCHO que se ha insistido en la necesidad de discutir ya los contenidos que debiera abordar una nueva Constitución, lo cierto es que no hemos podido ir mucho más allá de los mecanismos para la reforma. Resulta natural que solo sea posible justificar el cambio a partir de las deficiencias de fondo del texto actual y que su sola ilegitimidad de origen no resulte suficiente. Sin dudas, la crítica más certera a la Constitución, apunta a las variadas restricciones que incorpora al libre juego democrático al establecer quórums muy altos para legislar en determinadas materias o al entregarle al TC la posibilidad de controlar preventivamente las decisiones del Congreso, limitando con ello la posibilidad de que sean las mayorías las que efectivamente decidan las cuestiones más trascendentales.
No olvidamos que las constituciones se justifi- can precisamente para garantizarles a las minorías que sus derechos no se verán avasallados por las mayorías. Pero ello cobra sentido tratándose de los derechos esenciales de la persona humana y en ningún caso puede extenderse a cuestiones en que la política y, por ende, las mayorías, son las que debieran decidir. Por lo mismo, las buenas constituciones debieran limitarse solo a establecer cómo se organiza y se ejerce el poder público y a un catálogo de tales derechos esenciales.
Pero lamentablemente no es eso lo que generalmente sucede. Los momentos constitucionales son vistos como una forma de imponer una cierta visión de cómo debe funcionar la sociedad. Buen ejemplo de ello es la Constitución brasileña del año 1988, la que en sus 245 artículos regula cuestiones tan variadas como los sis- temas previsional y tributario o la política urbanística, haciendo todo ello con un increíble nivel de detalle. De seguir ese camino podríamos terminar en una situación peor a la actual, reduciendo enormemente el juego democrático. Hay que recordar que las mayorías que se exigen para cambiar las constituciones son extremadamente altas, más elevadas que las que hoy requieren las leyes orgánicas constitucionales y de quórum calificado. Es decir, nuevas mayorías podrían verse más frustradas que las actuales. A lo anterior habría que sumar los riesgos de eterna judicialización que conlleva la transformación de las políticas públicas en una cuestión de derechos.
Pero no todo es negativo, varias de estas nuevas constituciones han profundizado la participación ciudadana desarrollando, entre otras, la institución de la revocatoria de los mandatos populares que, lealmente utilizada, puede ser un eficaz instrumento para resolver crisis políticas. En esa línea una nueva Constitución debiera avanzar en acrecentar los niveles de control y transparencia en el ejercicio de los poderes públicos, dirección contraria a la que se ha venido imponiendo en el último tiempo, en que se han creado organismos constitucionalmente autónomos, es decir, irresponsables políticamente, como se hizo con el Servel y como se ha postulado hacer con el SII, el INE y la Defensoría Penal Pública.
Una Constitución debiera acrecentar los niveles de control en el ejercicio de los poderes públicos, contrario a lo que se ha impuesto este tiempo.