Los efectos del referéndum en Turquía El aumento de las facultades presidenciales profundizan la deriva autoritaria de Erdogan y amenazan la histórica alianza entre ese país y la UE.
EL REFERÉNDUM del fin de semana pasado en Turquía sobre la reforma constitucional que amplía los poderes presidenciales no solo dejó en evidencia la profunda división que enfrenta ese país clave en el escenario geopolítico internacional, al ser virtualmente la bisagra entre Europa y Medio Oriente, sino que lo pone en un punto de quiebre con su antigua tradición proeuropea. Según los datos oficiales, el presidente Racep Tayyip Erdogan ganó la consulta con un 51,37% de los votos frente al 48,63% que alcanzó la opción del “No”, con una abstención electoral inferior al 15%. Una victoria que estuvo lejos del 60% al que aspiraba el mandatario, pero que no le impedirá llevar adelante los cambios que, entre otras cosas, terminan con el actual sistema semiparlamentario, refuerzan las facultades presidenciales y le permiten eventualmente mantenerse en el poder hasta el año 2029, pese a las irregularidades y falta de igualdad de condiciones durante la campaña denunciadas tanto por la oposición como por los propios observadores internacionales.
Si bien cambios de esta magnitud requieren siempre de amplios consensos y de un respaldo que vaya más allá de una mayoría simple que muchas veces puede ser circunstancial o generada por otros factores propios de una contienda electoral, es poco probable que Erdogan dé pasos en ese sentido. Siguiendo la línea de su consistente y paulatino proceso de concentración de poder, el referéndum constitucional era un paso decisivo para crear un sólido sistema presidencialista que le otorga amplias facultades, limitando el poder del Parlamento y eliminando el cargo de primer ministro que él mismo alguna vez detentó. Desde que tomó el control de su partido en 2001 hasta su llegada a la presidencia en 2014, Erdogan no solo se ha convertido en uno de los principales protagonistas de la política turca de los últimos 30 años sino que además ha dado muestras claras del rumbo hacia el cual quiere conducir el país, con un evidente sesgo islamista y que se aleja de esa república laica y prooccidental fundada por Mustafá Kemal Ataturk oficialmente en 1923.
Las reformas aprobadas el domingo pasado y que comenzarán a implementarse paulatinamente sólo vienen, por ello, a consolidar un proceso que ya estaba en marcha y que quedó aún más en evidencia tras la dura purga llevada a cabo por el régimen tras el fallido golpe de Estado del año pasado que implicó el arresto de cerca de 50 mil personas y el despido de más de 100 mil funcionarios, tanto de organismos gubernamentales como del poder judicial y las universidades públicas. Un camino que no solo ha limitado las libertades individuales y restringido el derecho de información, sino que ha tensionado las relaciones con Occidente y, en especial, con la Unión Europa. Las aspiraciones de Ankara para integrarse a ese bloque, que se remontan a la firma del acuerdo de asociación con la Comunidad Europea en 1963, parecen haberse diluido y el propio Erdogan ha dado muestra de distanciamiento al anunciar por ejemplo un referéndum para restablecer la pena de muerte, cuya eliminación fue una condición sine qua non para integrar la UE.
Turquía no solo es un miembro clave de la OTAN sino también ha sido un socio fundamental de Europa en temas de seguridad. Sin embargo, los resultados plantean evidentes riesgos de que la brecha que separa a Ankara de Bruselas se siga expandiendo. Por ello, la UE debe seguir trabajando para contener una deriva autoritaria de Erdogan que amenace el futuro de esa alianza.