¿Cuántos y cuáles derechos?
UNO DE los temas más complejos a la hora de debatir sobre un cambio constitucional, es la determinación del número de derechos y la cualidad de los mismos.
En cuanto al número de derechos, la norma debe ser, no muchos; pues la inclusión de un listado demasiado amplio los desvaloriza a todos, banalizando la propia idea de Carta Fundamental. En este sentido es pertinente la advertencia de un grupo de juristas de no “pretender transformar la Constitución en un gigantesco árbol de Pascua donde cada chileno podría encontrar todo lo que ha estado buscando, pidiendo o soñando en las últimas décadas” (Grupo de juristas DC, 2016).
Planteada la necesidad de una actitud de cautela frente al número de derechos, ¿cuáles derechos fundamentales deben ser incorporados?
La clasificación de derechos es un asunto complejo que excede los propósitos de esta columna sobre todo si se atiende a la variedad de sus clasificaciones. Una de ellas los agrupa en cuatro categorías. Uno, derechos individuales propiamente tales como, por ejemplo, la libertad de conciencia, la propiedad privada. Dos, derechos de la libertad del individuo en relación con otros como, por ejemplo, la libertad de opinión. Tres, derechos políticos, esto es, del individuo en cuanto ciudadano: sufragio, acceso a cargos públicos, organización de partidos. Y cuatro, derechos económicos y sociales como el derecho al trabajo, la educación, la salud. A ellas se agrega, más recientemente, una quinta que son derechos colectivos, como los derechos de los pueblos indígenas.
De estas categorías, una especial preocupación por la cuarta ha alentado una nueva caracterización, que es aquella que distingue entre “derechos negativos” y “derechos positivos”. Los primeros serían aquellos garantidos por una “no acción” del Estado: esta es mi propiedad y el Estado no tiene que decirme cómo hago uso y goce de ella; en la forma como ejerzo mi libertad de expresión el Estado no puede intervenir y lo mismo en mi derecho a profesar la religión que yo decida; o a elegir la educación de mis hijos, o a organizarme en partidos políticos. En cambio, los “derechos positivos” suponen acciones y políticas proactivas del Estado especialmente en los ámbitos de la educación, la salud, el trabajo y la previsión social.
Esta distinción, siendo válida, si no se maneja con cuidado, puede conducir a falacias. La primera es que casi todos los derechos tienen una dimensión “negativa” y otra “positiva” y, derivado de los anterior, casi ninguno deja de tener un costo fiscal. La ilustración de esto la podemos hacer refiriéndonos al derecho de propiedad, al que los conservadores suelen proyectar como el ejemplo de un “derecho negativo”, esto es, uno en que ni el Estado ni un tercero pueden interferir y que no irrogaría gastos para la sociedad. No es efectivo. Garantizar el derecho de propiedad tiene costos muy altos.
La propuesta de que una Carta debe considerar derechos civiles y políticos, pero no derechos sociales no es aceptable. Siendo cierto lo anterior es necesario establecer que los derechos económicos y sociales no deben conducir a una judicialización de la vida económica y social.
La idea de “judicializar” la satisfacción de los derechos económicos y sociales destruye el concepto de políticas públicas. Quienes se definen como partidarios de un “Estado social y democrático de Derechos” son claros en señalar que la Constitución “no prejuzga ni determina cuáles han de ser, en concreto, las prestaciones específicas a que tendrían derecho las personas ni tampoco confiere a los tribunales algún poder para configurarlas autónomamente”. Lo anterior lleva a plantear uno de los temas más importantes en el debate constitucional.