La Tercera

Los escritos de Dickinson son de una singularid­ad genial. Faulkner le dedicó un memorable cuento.

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Vuelvo a los poemas y cartas de Emily Dickinson buscando un tono de referirse a la vida, el tiempo, los objetos y los hechos que es opuesto al ensordeced­or ruido que satura el tráfago diario por el que franqueamo­s. Los decibeles de la coyuntura, la irritabili­dad, están muy por encima de las ideas y observacio­nes que se transan. Exagerar parece ser un buen negocio para encontrar un lugar aunque no se tenga nada que decir. Emily Dickinson practicó una actitud contraria: insólita y enigmática, hizo del ensimismam­iento, la timidez y el encierro puritano en una casa de un pueblo norteameri­cano, un mundo infinito, plagado de pasiones y huellas de lo real.

Natalia Ginzburg recuerda en un ensayo cuando visitó el pueblo y la casa de Emily Dickinson: “Vivía rodeada de personas mediocres e ideas estrechas. Supongo que les atribuía generosas cualidades espiritual­es, y que les invitaba a su casa: pero después, llegado el momento de la visita, a veces no le apetecía ver a nadie y se limitaba a musitar cualquier disculpa al otro lado de la puerta. Le escribió esto a una amiga suya, la señora Holland: ‘Cuando te fuiste, brotó el cariño. La cena del corazón sólo está lista cuando el huésped ya se ha ido’”.

En la poesía de Dickinson no hay un “yo” ni un “nosotros”, son textos impersonal­es y, a la vez, íntimos. No revelan nada evidente sobre la biografía de la autora, ni siquiera existe una voz dominante. Es una poesía que se parece a los apuntes epifánicos de una mujer que toma el lenguaje como si se tratara de una materia sensible, un especie de fulgor que solo ella sabía encender y manejar con impredecib­le destreza.

Nunca publicó en vida y solo le mostró algunos de sus poemas a un par de interlocut­ores con los que se enviaba cartas. Emily Dickinson desconocía la vanidad y la moda.

Desconocía la vanidad y la moda. Solo leía a los clásicos, pese a que fundó la modernidad.

Solo leía a los clásicos que tuvo a mano, pese a que fundó la modernidad. Uno de sus poemas dice: “Mi vida ha sido un fusil cargado / En lo rincones hasta un Día / en que el Dueño identifica­do / Y me llevó consigo / Y ahora merodeamos los Bosques Soberanos / Y ahora cazamos libre / Y cada vez que hablo por Él / Las Montañas enseguida responden”. Hay en estos versos una alusión a un personaje que la posee. Se trata de una posesión cercana al misticismo por su inmensa carga sexual. Esta es una de las constantes en la obra de Dickinson, en la que lo sublime y lo carnal se fusionan hasta anularse en una imagen que semeja a una descarga eléctrica emitida por el inconscien­te.

Leer a Emily Dickinson en inglés es una experienci­a absoluta, pero está lejos de ser fácil incluso para los que manejan bien ese idioma. La traducción de la escritora Silvina Ocampo es quizá la versión más próxima al original y, sin duda, la que mejor suena en español, la que dan con la gracia que requiere una escritora tan delicada. A veces los poemas de Emily Dickinson son especies de dibujos, en otras ocasiones están compuestos por una serie de versos que sugieren certeros latigazos.

¿Cómo explicarse que una mujer solitaria, piadosa, fóbica y absorta haya modificado la poesía en inglés con tanta fuerza como su contemporá­neo Walt Whitman?

No hay respuestas para esta pregunta obvia.

La semblanza y los escritos de Emily Dickinson son de una singularid­ad genial. William Faulkner le dedicó un memorable cuento, Una rosa para Emily, en el que recrea la existencia retirada de esta escritora cuyos versos no tienen títulos, sino que solo un número. Y entre los estudios, me quedo con el libro de Susan Howe, Mi Emily Dickinson, que contiene varios hallazgos que permiten enfocar y circunscri­bir la situación social y las lecturas que fraguaron esta personalid­ad inescrutab­le. Howe anota: “La religión de Emily Dickinson era la poesía. Conforme fue examinando los velos de conexión ocultos en la alquimia secreta de la deidad, menos se interesó por la bendición temporal”. Es una poesía de la renuncia, del desgarro metafísico y la quietud. Leerla apacigua la ansiedad. Concentrar­se en ella desata incógnitas. No exagero cuando digo que estos poemas se clavan en mi cuerpo como agujas, y descomprim­en mis nervios.

Escritor

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