Discursos abstractos y crisis política
DISTINTAS señales permiten advertir que nos encontramos pasando por una crisis política. De esta no saldremos rápidamente. En sus causas se parece a la del Centenario: de un lado, hay nuevos grupos emergentes –entonces el proletariado, hoy sectores medios– que no encuentran acogida pertinente en el contexto económico-social. El modelo productivo del país muestra, además, síntomas de agotamiento. Por el otro lado, nos hallamos, como en el Centenario, con élites políticas y económicas que acusan serios visos oligárquicos y lucen incapaces de darles cauce a los anhelos populares.
A todo esto, se agrega un problema de calado. El país se mueve, desde hace décadas, en lo que Mario Góngora llamó las “planificaciones globales”, o sea, discursos que se desentienden de las características concretas de la población. La izquierda enarboló un relato revolucionario que pretendía lograr un hombre nuevo. La derecha implementó, tras el golpe, otro modelo abstracto, el neoliberal. Opuso al abstracto hombre nuevo marxista un abstracto hombre nuevo consumista.
El país aumentó su riqueza. Y con la riqueza advino un descontento enconado.
¿Qué se plantea como camino de salida? Nuevamente: discursos abstractos. Desde la derecha, retomar el crecimiento, mejorar la administración. Volver a la idea abstracta del consumidor. ¿Y desde la izquierda? Otra vez abstracciones: el avance hacia la consecución de una sociedad con seres humanos incrementadamente generosos, por la vía del desplazamiento del mercado y la deliberación en asamblea.
Decía William Blake: “generalizar es ser un idiota, particularizar es la distinción propia del mérito”. Del malestar no se sale con discursos abstractos, sino con comprensión concreta. “Descubrí un bello barrio en Santiago de Chile”. Así se inicia un poema donde Mauricio Redolés rei-
Por vindica la pletórica densidad de carne y hueso de la vida cotidiana e histórica. El pueblo quiere un bello barrio. Que su existencia real resulte reconocida en las conformaciones sociales e institucionales a las que pueda pertenecer.
Lo concreto se deja advertir en el rostro de cada persona. El rostro revela una exterioridad que irrumpe ante nuestra mirada. Pero no es solo exterioridad, sino unos ojos que miran esa mirada nuestra y delatan una interioridad. De la cara hacia dentro, de la cara hacia fuera se desenvuelve nuestra vida.
Se despliega en vínculos comunitarios, sociales, políticos, en espacios de participación y confianza. Aquí se alcanza una forma de plenitud y reconocimiento mutuo. El neoliberalismo tiende a desconocer este aspecto.
Hacia dentro, en las profundidades de su mente, el individuo tiene experiencias de sentido de las más intensas que puedan vivenciarse; allí imagina, contempla, trata consigo mismo. Pura publicidad deliberativa, solo asambleísmo, el hombre nuevo post-institucional, terminan deviniendo superficialidad. Es lo que olvida la izquierda.
Nación y república son los dos principios que se siguen del rostro concreto. Se hallan en tensión, la nación vela por la integración, la república por la libertad individual. Sin integración nacional, sin entramados comunitarios estables y densos, la existencia se empobrece, la confianza se debilita, el país no es capaz de superar crisis graves, no es esperable que se desaten olas de solidaridad. No hay bello barrio, sino esos horribles conventillos verticales. Es lo que tienden a soslayar los neoliberales.
Sin división del poder –entre el Estado y el mercado, al interior del Estado y al interior del mercado–, la libertad individual sucumbe. No hay bello barrio, con piezas burguesas nuestras y patios burgueses nuestros a los que podamos retirarnos a pensar y mirar callando el infinito del firmamento. Es lo que se inclinan a preterir los revolucionarios.
Doctor en filosofía