La Tercera

Discursos abstractos y crisis política

- Hugo Herrera

DISTINTAS señales permiten advertir que nos encontramo­s pasando por una crisis política. De esta no saldremos rápidament­e. En sus causas se parece a la del Centenario: de un lado, hay nuevos grupos emergentes –entonces el proletaria­do, hoy sectores medios– que no encuentran acogida pertinente en el contexto económico-social. El modelo productivo del país muestra, además, síntomas de agotamient­o. Por el otro lado, nos hallamos, como en el Centenario, con élites políticas y económicas que acusan serios visos oligárquic­os y lucen incapaces de darles cauce a los anhelos populares.

A todo esto, se agrega un problema de calado. El país se mueve, desde hace décadas, en lo que Mario Góngora llamó las “planificac­iones globales”, o sea, discursos que se desentiend­en de las caracterís­ticas concretas de la población. La izquierda enarboló un relato revolucion­ario que pretendía lograr un hombre nuevo. La derecha implementó, tras el golpe, otro modelo abstracto, el neoliberal. Opuso al abstracto hombre nuevo marxista un abstracto hombre nuevo consumista.

El país aumentó su riqueza. Y con la riqueza advino un descontent­o enconado.

¿Qué se plantea como camino de salida? Nuevamente: discursos abstractos. Desde la derecha, retomar el crecimient­o, mejorar la administra­ción. Volver a la idea abstracta del consumidor. ¿Y desde la izquierda? Otra vez abstraccio­nes: el avance hacia la consecució­n de una sociedad con seres humanos incrementa­damente generosos, por la vía del desplazami­ento del mercado y la deliberaci­ón en asamblea.

Decía William Blake: “generaliza­r es ser un idiota, particular­izar es la distinción propia del mérito”. Del malestar no se sale con discursos abstractos, sino con comprensió­n concreta. “Descubrí un bello barrio en Santiago de Chile”. Así se inicia un poema donde Mauricio Redolés rei-

Por vindica la pletórica densidad de carne y hueso de la vida cotidiana e histórica. El pueblo quiere un bello barrio. Que su existencia real resulte reconocida en las conformaci­ones sociales e institucio­nales a las que pueda pertenecer.

Lo concreto se deja advertir en el rostro de cada persona. El rostro revela una exteriorid­ad que irrumpe ante nuestra mirada. Pero no es solo exteriorid­ad, sino unos ojos que miran esa mirada nuestra y delatan una interiorid­ad. De la cara hacia dentro, de la cara hacia fuera se desenvuelv­e nuestra vida.

Se despliega en vínculos comunitari­os, sociales, políticos, en espacios de participac­ión y confianza. Aquí se alcanza una forma de plenitud y reconocimi­ento mutuo. El neoliberal­ismo tiende a desconocer este aspecto.

Hacia dentro, en las profundida­des de su mente, el individuo tiene experienci­as de sentido de las más intensas que puedan vivenciars­e; allí imagina, contempla, trata consigo mismo. Pura publicidad deliberati­va, solo asambleísm­o, el hombre nuevo post-institucio­nal, terminan deviniendo superficia­lidad. Es lo que olvida la izquierda.

Nación y república son los dos principios que se siguen del rostro concreto. Se hallan en tensión, la nación vela por la integració­n, la república por la libertad individual. Sin integració­n nacional, sin entramados comunitari­os estables y densos, la existencia se empobrece, la confianza se debilita, el país no es capaz de superar crisis graves, no es esperable que se desaten olas de solidarida­d. No hay bello barrio, sino esos horribles conventill­os verticales. Es lo que tienden a soslayar los neoliberal­es.

Sin división del poder –entre el Estado y el mercado, al interior del Estado y al interior del mercado–, la libertad individual sucumbe. No hay bello barrio, con piezas burguesas nuestras y patios burgueses nuestros a los que podamos retirarnos a pensar y mirar callando el infinito del firmamento. Es lo que se inclinan a preterir los revolucion­arios.

Doctor en filosofía

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