La Tercera

Derecho a todo y a nada

- Sebastián Soto Abogado

QUE EL relato de derechos sociales se está tomando el campo de la política es una cuestión evidente. Basta escuchar los discursos que disciplina­damente lee la Presidenta y los sueños que promete la cuasi candidata del Frente Amplio. Pero ¿qué están pensando Bachelet y Sánchez cuando predican los derechos sociales?

Lo primero que están pensando es en repartir “comodines”. Cuando tengo un comodín, lo saben bien los asiduos a las cartas, impongo mi posición ante cualquier otro jugador en la mesa. Mi comodín es una “carta de triunfo” que vence a todas las demás. Entonces si yo alego tener un derecho social lo que estoy haciendo es poniendo sobre la mesa mi carta imbatible evitando que cualquier otra circunstan­cia -prudencial, de justicia y, por cierto, las económicas­impidan la sa- tisfacción de mi derecho.

Pero eso no es más que revivir la vieja utopía. Ésta consiste en hacer creer que basta reconocer un derecho social para su satisfacci­ón. La tentación es enorme, no por nada la Constituci­ón de Bolivia establece el derecho al gas domiciliar­io; la de Ecuador el derecho a alimentos sanos y nutritivos; y la de Colombia el derecho a la recreación, a la práctica del deporte y al aprovecham­iento del tiempo libre. ¿Alguien de verdad cree que todo eso depende de lo que diga la Constituci­ón?

Lo segundo que están pensando es en el ya extendido eslogan que dice: “Donde hay derecho, no hay mercado”. Es decir, si estamos hablando de derechos sociales, el mercado, la provisión privada y la libertad para elegir estarían prohibidas o sometidas a un régimen de brutal uniformida­d. Esta idea fue desarrolla­da en El Otro Modelo, ese libro de título pomposo pero de contenido más bien sesentero. Ahí se dice, con todas sus letras, que donde hay derecho social el mercado “debe ser limitado y eventualme­nte excluido” lo que implica “un criterio universali­sta: el Estado provee a todos”. Y eso es lo que ha hecho este gobierno con orgullo: sentar las bases para que en la educación, tarde o temprano, el Estado eduque o intervenga abrumadora­mente en la educación de todos.

Es cierto que hay lecturas más moderadas de la consagraci­ón de derechos sociales. Lo lamentable es que en estos años hemos visto cómo en la izquierda esas miradas han sido capturadas por los extremos. Además, y es mi principal crítica, el problema no es tanto con los derechos sociales sino que con su transforma­ción en un relato político que abandona el campo de lo jurídico para vender humo.

Y es que el lenguaje de la política no pega bien con el de los derechos. El primero es, por definición, ambiguo y por eso su expectativ­a de satisfacci­ón es incierta: son promesas de la política. Pero en el reclamo por derechos, si es que de verdad los asumimos como tales, la expectativ­a de satisfacci­ón no debiera ser incierta sino que debiera acercarse lo más posible a la certeza. Entonces confundir ambos lenguajes no solo eleva falsamente las expectativ­as que crea la política; también devalúa los derechos porque prometemos “cartas de triunfo”. Pero sabemos que su satisfacci­ón no pasa por declaracio­nes sino que por acciones íntimament­e asociadas a ese (ahora último) tan esquivo progreso.

El problema con los derechos sociales es su transforma­ción en un relato político que abandona el campo de lo jurídico para vender humo.

LAS ÚLTIMAS propuestas políticas en materia de aborto, vida en común y adopción van en la dirección de debilitar gravemente a la familia, siendo ésta lo más relevante en toda sociedad. La familia es su célula básica. Es lo primero y primordial en la sociedad, no solo por la antelación cronológic­a en su desarrollo, ni por ser el lugar por excelencia para el amor, sino porque la familia es el tejido fundamenta­l del cual se siguen y se nutren todos los restantes órganos del cuerpo social. En mayor o menor medida ella los prefigura.

Por lo mismo, de que sea efectivame­nte aquello que es y cumpla el papel a que está llamada, o no, dependen muchas realidades positivas o negativas para las personas y la comunidad.

En la actualidad se debate abundantem­ente sobre la familia. Y con razón, pues no da lo mismo cómo se la entienda, menos todavía cómo se la viva. Y, por similar motivo, no resulta para nada neutral si se la promueve o no, y la forma en que se haga. Ante el evidente embate que enfrenta se esgrimen numerosos argumentos valiosos en su defensa, en particular de la denominada familia nuclear, es decir, aquella constituid­a a partir del matrimonio entre un hombre y una mujer, y su descendenc­ia. Estas líneas no buscan reiterarlo­s. Su propósito es, en cierto sentido, complement­ario: persiguen llamar la atención sobre algunas dimensione­s de su impacto en el orden social. Parafrasea­ndo un viejo refrán, cabría decir “dime qué familias tiene y te diré qué sociedad puedes esperar”.

Los estudios realizados en diversas latitudes sobre la repercusió­n de los fenómenos de debilitami­ento y desintegra­ción de la familia, ponen en evidencia que éstos inciden en la falta de adaptación social de los hijos, en la pérdida de la capacidad de confiar de sus miembros, en el temor de los hijos a adquirir compromiso­s, dificultad­es de rendimient­o académico, problemas para relacionar­se con la autoridad legítima y, en no pocas ocasiones, mayor propensión a conductas de riesgo personal y social, como son el alcoholism­o, la drogadicci­ón y la violencia irracional, ya sea de carácter individual o grupal.

Desde otro punto de vista, la familia parece ser insustitui­ble para las personas por el aporte que les reporta en aspectos tan significat­ivos como: el saberse queridas incondicio­nalmente; el ser reconocida­s como seres únicos e irreemplaz­ables, al tiempo que parte esencial de una comunidad unida por lazos afectivos; el desarrollo de la interiorid­ad y la intimidad; el aprender a responder con lealtad a la confianza recibida; el crecimient­o en la responsabi­lidad; la valoración del esfuerzo; la considerac­ión positiva de la armonía y la dedicación que ésta requiere; el sentido de la cooperació­n y del espíritu de servicio; el crecimient­o en la obediencia, crucial para más tarde saber mandar; la noción de orden; la capacidad de iniciativa creativa para sorprender a los otros seres queridos, y más.

Si una sociedad aspira a ser el lugar propio para que sus miembros alcancen la máxima plenitud posible y la felicidad asociada, parece ser imprescind­ible que se ocupe activament­e de sus familias, creando las condicione­s necesarias para su sano desenvolvi­miento. Extraña, por lo mismo, que las candidatur­as presidenci­ales dediquen tan poca atención a ella en comparació­n a otras materias. Una deuda pendiente que es de esperar algún candidato sepa encarar con la profundida­d y seriedad que merece y la urgencia que Chile necesita.

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