En tierra prometida
UN SANO escepticismo aconseja tener en cuenta que los gobiernos que se proponen corregir y perfeccionar la historia gozan de una muy limitada capacidad para hacerlo competentemente bien. Como medios de mejoramiento, suelen ser demasiado toscos, sus autoridades en exceso burdas. ¿Cuándo, además, cambios reformistas o revolucionarios no han sido discutibles, ni decir lo traumáticos que pueden llegar a ser? Es más, esto de que se puede recuperar en la tierra al Edén, no es sino una transmutación de ideales religiosos en políticos. Los gobiernos omnicompetentes serán absolutos, pero no hay un solo camino.
De hecho, existe una larga tradición política, también moderna aunque escéptica, opuesta a la política de la fe (pense- mos en el realismo de Maquiavelo y de los padres fundadores más cautelosos de la república norteamericana) que deja en vergüenza al fideísmo haciendo de cable a tierra. La explica muy bien Michael Oakeshott en La política de la fe y la política del escepticismo (1996). Libro que quienes le redactaran el discurso a Bachelet del otro día, por cierto, desconocen. Una lástima, es brillante y tiene a favor de su tesis que no sabemos hacia dónde va la historia. “Se encontrará en la historia una línea homogénea de desarrollo sólo si se hace de ella un muñeco para practicar las habilidades del ventrílocuo”, concluye Oakeshott. Por tanto, esto de obstinarse y querer dar a entender que sin gobiernos de este tipo estaríamos peor, como se dijo en la cuenta pública, suena a pretensión voluntarista. Puro afán de que se les confirme que con la mera convicción pro- pia basta.
Con todo, comprendámoslos. ¿Qué alternativa tenían? Este podrá haber sido el gobierno que más ha invertido en propaganda, pero su apoyo se ha esfumado. La Nueva Mayoría está hecha añicos. Han tenido problemas comunicacionales, nadie de gobierno se creyó lo del “realismo sin renuncia”, y no se ha sido suficientemente enérgico en promover el “relato”. Pero, ahora, ante la Historia, el asunto quizás es distinto, hay demasiado en juego, ¿por qué no entonces volver a apostar a la convicción? Bachelet otras veces ha sostenido que tiene “pálpitos”; 70% alguna vez le creyó. Y que Chile está mejor suena familiar. El “aquí no ha pasado nada” y el “doblemos la página” del consensualismo complaciente, en su momento (años 90), convencieron. Lo que es el “vamos bien, mañana mejor” obtuvo un 44% el 88, y lo de la copia feliz está en el himno nacional.
Es más, la buena onda y la posverdad aconsejan ser “cool” (la gente se encanta con lo que quiere oír). A nadie, hoy, se le ocurriría hacer un discurso como el de Allende el 11, admitiendo la derrota, teniendo que dejar las cosas para cuando se abrieran de nuevo las grandes alamedas. Por último, la actual literatura de auto ayuda sugiere ser asertivo. Un poco como Piñera que, si vuelve a ganar (no habiendo alternativas), él y Bachelet habrán gobernado 16 años consecutivos: un record. En fin, ¿cómo no van a quedar por ahí suficientes chilenos que sigan creyendo?
Afirmar que sin gobiernos como éste estaríamos peor, como se dijo en la cuenta pública, suena a pretensión voluntarista.