La Tercera

En tierra prometida

- Alfredo Jocelyn-Holt Historiado­r

UN SANO escepticis­mo aconseja tener en cuenta que los gobiernos que se proponen corregir y perfeccion­ar la historia gozan de una muy limitada capacidad para hacerlo competente­mente bien. Como medios de mejoramien­to, suelen ser demasiado toscos, sus autoridade­s en exceso burdas. ¿Cuándo, además, cambios reformista­s o revolucion­arios no han sido discutible­s, ni decir lo traumático­s que pueden llegar a ser? Es más, esto de que se puede recuperar en la tierra al Edén, no es sino una transmutac­ión de ideales religiosos en políticos. Los gobiernos omnicompet­entes serán absolutos, pero no hay un solo camino.

De hecho, existe una larga tradición política, también moderna aunque escéptica, opuesta a la política de la fe (pense- mos en el realismo de Maquiavelo y de los padres fundadores más cautelosos de la república norteameri­cana) que deja en vergüenza al fideísmo haciendo de cable a tierra. La explica muy bien Michael Oakeshott en La política de la fe y la política del escepticis­mo (1996). Libro que quienes le redactaran el discurso a Bachelet del otro día, por cierto, desconocen. Una lástima, es brillante y tiene a favor de su tesis que no sabemos hacia dónde va la historia. “Se encontrará en la historia una línea homogénea de desarrollo sólo si se hace de ella un muñeco para practicar las habilidade­s del ventrílocu­o”, concluye Oakeshott. Por tanto, esto de obstinarse y querer dar a entender que sin gobiernos de este tipo estaríamos peor, como se dijo en la cuenta pública, suena a pretensión voluntaris­ta. Puro afán de que se les confirme que con la mera convicción pro- pia basta.

Con todo, comprendám­oslos. ¿Qué alternativ­a tenían? Este podrá haber sido el gobierno que más ha invertido en propaganda, pero su apoyo se ha esfumado. La Nueva Mayoría está hecha añicos. Han tenido problemas comunicaci­onales, nadie de gobierno se creyó lo del “realismo sin renuncia”, y no se ha sido suficiente­mente enérgico en promover el “relato”. Pero, ahora, ante la Historia, el asunto quizás es distinto, hay demasiado en juego, ¿por qué no entonces volver a apostar a la convicción? Bachelet otras veces ha sostenido que tiene “pálpitos”; 70% alguna vez le creyó. Y que Chile está mejor suena familiar. El “aquí no ha pasado nada” y el “doblemos la página” del consensual­ismo complacien­te, en su momento (años 90), convencier­on. Lo que es el “vamos bien, mañana mejor” obtuvo un 44% el 88, y lo de la copia feliz está en el himno nacional.

Es más, la buena onda y la posverdad aconsejan ser “cool” (la gente se encanta con lo que quiere oír). A nadie, hoy, se le ocurriría hacer un discurso como el de Allende el 11, admitiendo la derrota, teniendo que dejar las cosas para cuando se abrieran de nuevo las grandes alamedas. Por último, la actual literatura de auto ayuda sugiere ser asertivo. Un poco como Piñera que, si vuelve a ganar (no habiendo alternativ­as), él y Bachelet habrán gobernado 16 años consecutiv­os: un record. En fin, ¿cómo no van a quedar por ahí suficiente­s chilenos que sigan creyendo?

Afirmar que sin gobiernos como éste estaríamos peor, como se dijo en la cuenta pública, suena a pretensión voluntaris­ta.

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