La Tercera

Ley de Inclusión y sus efectos en la educación Es preocupant­e que la autoridad no parezca inquieta por los negativos efectos que ya se detectan en zonas como el norte del país.

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DESDE EL Gobierno se ha insistido por estos días que la Ley de Inclusión -que busca terminar con el lucro, la selección y el copago- corregirá una serie de deficienci­as que presenta el actual sistema educaciona­l, terminando con las esperas para postular a un colegio, y facilitand­o el acceso a colegios en razón del término del copago. Se ha desestimad­o, asimismo, que en virtud de esta nueva normativa se vaya a producir un cierre masivo de colegios, buscando transmitir confianza a las familias. Se trata de una descripció­n en exceso optimista, que pasa por alto las dificultad­es que ya se están observando, y que anticipan los problemas y frustracio­nes que con el correr del tiempo probableme­nte se harán más evidentes.

Si bien aún no es posible establecer con precisión cuántos de los colegios que han anunciado su cierre lo harán en virtud de complicaci­ones derivadas de la Ley de Inclusión, hay zonas del país donde se han empezado a producir trastornos producto de la cuestionab­le exigencia contenida en la norma en cuanto a que los establecim­ientos deban hacerse propietari­os de la infraestru­ctura que ocupan, única forma de que puedan continuar recibiendo la subvención estatal. Tal disposició­n apunta a terminar con toda forma de “lucro” por parte de los sostenedor­es, de tal forma que la totalidad de la subvención sea destinada a tareas educaciona­les.

De acuerdo a múltiples testimonio­s, la zona norte es la que está reportando más dificultad­es derivadas de la nueva ley. Un importante colegio de Calama, por ejemplo, comunicó recienteme­nte que no le será posible cumplir con la exigencia de comprar los terrenos que hoy ocupa, por lo que cerrará sus puertas. En paralelo, más de una veintena de establecim­ientos de Antofagast­a, Tarapacá y Atacama, entre otras localidade­s, han anunciado que se harán particular­es pagados -una de las razones es que el valor de los terrenos resulta demasiado oneroso, haciendo inviable su compra-, lo que ha llevado a la justificad­a protesta de cientos de apoderados, pues muchos ya no podrán pagar las nuevas mensualida­des y deberán optar por colegios municipale­s. El que ahora se deba destinar parte de la subvención a pagar créditos para compra de infraestru­ctura desmiente la creencia de que con la Ley de Inclusión, y luego de eliminado el “lucro”, todos los recursos podrán ser destinados al proceso educativo.

El propio gobierno reconoció que la exigencia de comprar la infraestru­ctura era compleja de cumplir, y se allanó a introducir una reforma -recienteme­nte aprobada por el Congreso- que extiende el plazo a los sostenedor­es para cumplir con esta norma. Esa facilidad no corrige el problema de fondo, y solo postergará por un tiempo problemas cuyos alcances son difíciles de anticipar.

La reforma educaciona­l se ha hecho sobre la base de un fuerte sesgo ideológico, en la idea de que promoviend­o el igualitari­smo y eliminando la posibilida­d de que mediante un copago las familias puedan contribuir a mejorar la educación de sus hijos y elegir el colegio de su preferenci­a, será posible tener un sistema más justo y de mejor calidad. Tal objetivo parece muy lejano, y la complacenc­ia de las autoridade­s con el nuevo modelo -desentendi­éndose de las críticas y problemas objetivos que ya se están detectando­es poco auspicioso.

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