Padres e hijos
EN ESTOS tiempos en que nada mucho acontece solo se suceden instantáneas fugaces que apenas conmocionan y si llegan a impresionar, es solo por un rato-, sorprende que, de repente, se nos baje del tiovivo que nos tiene mareados y se pretenda reparar en algo tan obvio como que los hijos tienen padres, y estos tienen cometidos mínimos de cuidado, entre otros, que sus hijos no sean vándalos, amparen a vándalos, o que se aproveche de prole tan embalada en sus luchas sociales gente de quizá mala ralea. Así interpreto la demanda del alcalde de Santiago contra quienes no solo hacen daños tras las tomas, también los que las azuzan y, puesto que los muy pergenios no han sido engendrados ex nihilo, sus papás si viene al caso.
Ha tomado su tiempo volver a lo obvio. Es que veamos. En el mundo al revés que se nos quiere convencer que vivimos, ¿se permite decir que haya gente agitando, que los jóvenes sean impresionables, que puedan convertirse en unos salvajes, o incluso que tengan padres? A la monja que seguramente la sacó de quicio uno de estos pobres angelitos el otro día, no solo la formalizaron, el alcalde de la comuna donde se ubica el colegio, escandalizado por sus dotes púgiles, se tiró por la prensa contra la muy “abusadora”, condenándola antes que el juez se pronunciara (“Lo que más nos preocupa a nosotros es que el niño esté bien”). Ni que hubiese sido embajador de la Unicef; el mismísimo alcalde que, siendo ministro de Educación, se comprometiera “iniciar una verdadera revolución educacional en Chile”, la cual se le fue de sus manos, y al que tuvieron que sacar porque no se la pudo.
Este es el quid del asunto. ¿Quién se la puede y a quiénes cabe responsabilizar de lo que se ha desatado en nuestras escuelas? Llevamos años presumiendo que los estudiantes son víctimas, que la mala educación que reciben les da derecho a manifestarse, tomarse los establecimientos y paralizar la enseñanza a nivel nacional (degenerándola aún más), sin responsabilizarse por sus actos y daños (algunos vandálicos), optando por tratar el asunto como un fenómeno meramente espontáneo, sintomático, sociológico, atribuible a los tiempos y condiciones históricas que vivimos. Nadie, por supuesto, aprovechándose, nadie instrumentalizando, nadie abrigando otro motivo que el más puro y desinteresado.
La demanda de Felipe Alessandri, al menos, complejiza el asunto. Admite que puede haber responsabilidades individuales, también de adultos, a la vez que apunta a esa otra pregunta más de fondo: con qué autoridad de padres de familia se cuenta que no esté siendo suplantada por otros. Estamos frente a un cuadro crítico: ausentismo parental (un 70% de niños habidos fuera del matrimonio), y altas tasas de familias disfuncionales con su carga de abandono, resentimiento acumulado, y desprecio hacia cualquier figura de autoridad que ningún sistema educativo, menos el nuestro, puede enfrentar, aun cuando deba lidiar a diario con él. Yo, a diferencia de Lavín, a la monja estaría por hacerle un par de preguntas.
La demanda de Alessandri apunta a saber con qué autoridad de padres se cuenta que no sea suplantada por otros.