Puede decirse que Sebastián Piñera encarna a la perfección la transición política, en sus grandezas y miserias.
para terminar estrellándose una y otra vez con una realidad rebelde a esa cosmovisión. Su administración careció de un bagaje conceptual y político que tanto él como la derecha siempre creyeron inútil. Para decirlo de modo simple, lo que no se veía desde los lentes de la transición (mercado, técnica y acuerdos en la cocina), simplemente no existía.
No es seguro que Sebastián Piñera haya integrado del todo estas lecciones. Aunque a ratos muestra mejoras, sus gestos, su optimismo noventero, sus lugares comunes y hasta sus chistes añejos siguen representando a un país que ha perdido su consistencia. En esas condiciones, es difícil pensar que otro gobierno suyo pueda sacarnos del atasco y llevarnos hacia adelante: en muchos sentidos, le habla más al pasado que al futuro (como lo recalcó Felipe Kast hace unos días). Es innegable que enfrenta estas primarias desde una posición cómoda, pero no ha salido indemne del ejercicio (en el lamentable debate del lunes, Ossandón sacó su peor cara: la ansiedad). El desafío de Piñera no es tanto ganar la elección -ya lo hizo una vez-, sino llegar al poder con herramientas más sofisticadas que hace cuatro años. Después de todo, como decía De Gaulle, una elección presidencial es el encuentro entre un hombre y un pueblo, y eso exige que el candidato quiera ir al encuentro de alguien. El principal reto del candidato Piñera es entonces dejar de hablar de sí mismo y del pasado, comunicarse con un país que cambió, y romper de una buena vez el eterno retorno de una transición que se resiste a morir.
Profesor de Filosofía Política