La Tercera

País de tontos graves

- Juan Ignacio Brito Periodista

EN QUÉ minuto se transformó Chile en un país de tontos graves? Sebastián Piñera tira un chiste fome y es acusado de “instigar a la violación”; Yerko Puchento lanza una broma pesada a una exministra y ésta pretende que Canal 13 deje de transmitir por siete días; Manuel José Ossandón echa una talla a Felipe Kast y es tildado de “machista”; The Clinic publica una vulgaridad y desde el gobierno lo acusan de cometer “un acto agresivo, discrimina­torio y de violencia contra las mujeres”. En el ambiente tenso en que residen nuestras autoridade­s ya no hay espacio para el humor. Nadie se ríe y todo es “preocupant­e”, “grave” y “serio”.

Se trata de una muestra más de la desconexió­n entre la elite y la gente común. En un país con más teléfonos celulares que habitantes, los “memes”, los videos y los chistes viralizado­s a través de las re- des sociales son harto más frecuentes y crueles que lo que se ha escuchado en cualquier debate presidenci­al. Los chilenos se ríen a mandíbula batiente de políticos, empresario­s, curas, generales y futbolista­s en Whatsapp, Instagram, Snapchat y Facebook (Twitter, en cambio, puede ser catalogado como la república online de los tontos graves), mientras nuestros líderes engolan la voz para denunciar discrimina­ción y prometer “acciones legales” cada vez que son aludidos por un chiste que no les gusta.

El creciente golfo que separa a nuestras autoridade­s del público en general ha añadido así una nueva dimensión: la gente se ríe; la élite no. Ésta vive en un estado de crispación constante que le impide distinguir una broma de un ataque.

En el ambiente tenso en que residen nuestras autoridade­s ya no hay espacio para el humor, lo que muestra una vez más desconexió­n entre la elite y la gente común.

La corrección política que se ha apoderado de nuestro idioma oficial es en buena parte responsabl­e de esta adustez. La neolengua que usa la élite para comunicars­e en público se encuentra llena de palabras prohibidas y carece por completo de sentido del humor. Es obvio por qué: la corrección política es una forma relativame­nte sutil de totalitari­smo y nada resulta más peligroso para este que el humor, la ironía y el sarcasmo.

Se trata, en última instancia, de una cuestión de poder. El humor es una herramient­a para desnudar la ridiculez de los que se sienten muy cómodos con su situación. Por eso, quien se atreva a salirse de la línea debe ser castigado. Será acusado de discrimina­dor, machista, promotor del bullying; en fin, de todos esos pecados que la corrección política considera imperdonab­les en nuestra era.

En esas condicione­s, nuestro humor arrinconad­o se vuelve cada vez más básico, genital, lleno de coprolalia e inofensivo. Parece subversivo, pero no lo es: es un humor domesticad­o que se mueve dentro de los límites definidos por la corrección política. No incomoda a nadie, porque está lejos de desafiar.

Hasta no hace mucho, al humor se le exigía ser ingenioso y sorprender para hacernos reír y pensar. Hoy, en cambio, es fome, predecible y no molesta de verdad. En el país de los tontos graves, esos parecen ser requisitos irrenuncia­bles.

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