Malagradecidos
EL ULTRAJE de las estatuas a los héroes de Arica es una afrenta cobarde, pero también una oportunidad para que la ciudad mejore la calidad e importancia del monumento. Porque, con respeto -como se acostumbra decir ahora-, la decapitación de los cuatro bustos conmemorativos del asalto al Morro dejó al descubierto la extrema modestia del tributo que Arica rinde a los soldados que en 1880 tomaron un peñón aparentemente inexpugnable.
Los bustos fueron construidos con yeso y fibra de vidrio. Se hallaban situados sobre una simple base de concreto que pretende asemejar una pirca. A su lado se ubica un pequeño mástil que tuvo mejores tiempos y hoy está corroído por el óxido.
Desde cualquier punto de vista, se trata de un homenaje cuya humildad no se condice con el tamaño de la gesta heroica y lo que significó para el país: un triunfo decisivo en la Guerra del Pacífico al costo de centenares de vidas.
Por desgracia, no es un caso único. La sencillez de nuestras estatuas y la precaria conservación de nuestros monumentos son rasgos distintivos desde Arica a Magallanes. No es consecuencia de la austeridad, sino de un apocamiento que constituye material para sicoanalistas.
Basta observar muchas de las estatuas que recuerdan a nuestros héroes.
En algunos casos, como el de Manuel Bulnes en la Alameda, tanto el prócer como su caballo lucen cansados (un efecto intencionalmente buscado por el artista). En otros, como el monumento al pueblo indígena en la Plaza de Armas de Santiago, el gusto estético es, por lo menos, cuestionable. La falta de respeto y mantención alcanza niveles trágicos en el monumento al general Manuel Baquedano, en cuya base
Somos un país malagradecido, con monumentos chiquititos, muchas veces feos, como queda claro al ver el destruido en Arica.
se encuentra la tumba del soldado desconocido, profanada por masas de ciudadanos enfervorizados que causan destrozos cada vez que el país celebra un triunfo futbolístico.
El contraste con lo que ocurre en otros países es enorme. En Madrid, el Ayuntamiento ha prohibido que los fanáticos se encaramen a las fuentes de Cibeles y de Neptuno durante los festejos deportivos. En capitales como Roma o Washington, la tumba del soldado desconocido se encuentra custodiada por militares que no permiten siquiera acercarse. Urbes latinoamericanas como Buenos Aires o Ciudad de México exhiben majestuosas estatuas y monumentos en anchas avenidas. Con sus 17 metros de altura, incluso la espléndida estatua ecuestre del general José Artigas en la Plaza Independencia de Montevideo no tiene parangón en Chile, donde el desdichado Bernardo O’Higgins fue desplazado a un lugar lateral; una falta de respeto y una muestra de desidia tan imperdonables como reveladoras.
A nadie parece importarle. Somos un país malagradecido, con monumentos y estatuas chiquititos, muchas veces feos y más bien pobretones, como queda claro al ver el destruido en Arica. Una sociedad incapaz de honrar adecuadamente a quienes le dieron forma y se sacrificaron por ella pone en riesgo su identidad, pues no hay que olvidar que nuestra comunidad nacional la conforman los vivos, los muertos y los que están por nacer.