La Tercera

Malagradec­idos

- Juan Ignacio Brito Periodista

EL ULTRAJE de las estatuas a los héroes de Arica es una afrenta cobarde, pero también una oportunida­d para que la ciudad mejore la calidad e importanci­a del monumento. Porque, con respeto -como se acostumbra decir ahora-, la decapitaci­ón de los cuatro bustos conmemorat­ivos del asalto al Morro dejó al descubiert­o la extrema modestia del tributo que Arica rinde a los soldados que en 1880 tomaron un peñón aparenteme­nte inexpugnab­le.

Los bustos fueron construido­s con yeso y fibra de vidrio. Se hallaban situados sobre una simple base de concreto que pretende asemejar una pirca. A su lado se ubica un pequeño mástil que tuvo mejores tiempos y hoy está corroído por el óxido.

Desde cualquier punto de vista, se trata de un homenaje cuya humildad no se condice con el tamaño de la gesta heroica y lo que significó para el país: un triunfo decisivo en la Guerra del Pacífico al costo de centenares de vidas.

Por desgracia, no es un caso único. La sencillez de nuestras estatuas y la precaria conservaci­ón de nuestros monumentos son rasgos distintivo­s desde Arica a Magallanes. No es consecuenc­ia de la austeridad, sino de un apocamient­o que constituye material para sicoanalis­tas.

Basta observar muchas de las estatuas que recuerdan a nuestros héroes.

En algunos casos, como el de Manuel Bulnes en la Alameda, tanto el prócer como su caballo lucen cansados (un efecto intenciona­lmente buscado por el artista). En otros, como el monumento al pueblo indígena en la Plaza de Armas de Santiago, el gusto estético es, por lo menos, cuestionab­le. La falta de respeto y mantención alcanza niveles trágicos en el monumento al general Manuel Baquedano, en cuya base

Somos un país malagradec­ido, con monumentos chiquitito­s, muchas veces feos, como queda claro al ver el destruido en Arica.

se encuentra la tumba del soldado desconocid­o, profanada por masas de ciudadanos enfervoriz­ados que causan destrozos cada vez que el país celebra un triunfo futbolísti­co.

El contraste con lo que ocurre en otros países es enorme. En Madrid, el Ayuntamien­to ha prohibido que los fanáticos se encaramen a las fuentes de Cibeles y de Neptuno durante los festejos deportivos. En capitales como Roma o Washington, la tumba del soldado desconocid­o se encuentra custodiada por militares que no permiten siquiera acercarse. Urbes latinoamer­icanas como Buenos Aires o Ciudad de México exhiben majestuosa­s estatuas y monumentos en anchas avenidas. Con sus 17 metros de altura, incluso la espléndida estatua ecuestre del general José Artigas en la Plaza Independen­cia de Montevideo no tiene parangón en Chile, donde el desdichado Bernardo O’Higgins fue desplazado a un lugar lateral; una falta de respeto y una muestra de desidia tan imperdonab­les como reveladora­s.

A nadie parece importarle. Somos un país malagradec­ido, con monumentos y estatuas chiquitito­s, muchas veces feos y más bien pobretones, como queda claro al ver el destruido en Arica. Una sociedad incapaz de honrar adecuadame­nte a quienes le dieron forma y se sacrificar­on por ella pone en riesgo su identidad, pues no hay que olvidar que nuestra comunidad nacional la conforman los vivos, los muertos y los que están por nacer.

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