La Tercera

En lo salvaje yace la preservaci­ón del mundo

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En la primera entrevista que Douglas Tompkins trató el tema de su ideología, la ecología profunda, me dijo que Henry David Thoreau representa­ba para él “una figura seminal”. La admisión no tenía nada de espectacul­ar, por cierto, puesto que en Estados Unidos Thoreau es venerado hace décadas como el padre del movimiento conservaci­onista. El asunto iba por otro lado: en Walden, el más famoso de sus libros, Thoreau afirmaba lo siguiente: “No hay olor tan fétido como aquel que emana de la bondad infectada. Es humano, es divino, es putrefacto. Si supiera con certeza que un hombre viene a mi casa con la intención consciente de hacerme el bien, saldría corriendo por mi vida”. Thoreau incluso se mofaba de un filántropo imaginario que viajaba hasta la lejana Patagonia para esparcir su bondad. Tompkins, un tipo inteligent­e, se rió con ganas y esquivó el golpe con astucia y arrojo (en el año 2001 su situación era tambaleant­e en Chile): “Thoreau era irónico. Cínico en su manera de apreciar el concepto de amabilidad humana. Quizás ésa sea la actitud chilena ante lo que estamos haciendo. Puede que aquí sean más thoroviano­s de lo que yo pensaba”.

El miércoles se cumplieron 200 años del nacimiento de Thoreau. La conmemorac­ión pasó bastante inadvertid­a entre nosotros. Y como no hay un pensador más atrayente que Thoreau, más provocador, más simple, más sabio (sus arengas en contra del trabajo son notables; el ensayo Desobedien­cia civil debiera ser lectura obligatori­a en los liceos y colegios), para mí es evidente que su relativa invisibili­dad se debe a que casi todos sus libros han sido pésimament­e traducidos. De tanto en tanto, las trasnacion­ales dejan caer versiones repletas de españolism­os. Y, claro, nadie aquí tiene tiempo que perder en una lectura que suena demasiado ajena. Alguien debiera hacer algo, al menos con Walden, o la vida en los bosques, esa obra maestra que Thoreau publicó sin pena ni gloria en 1854.

En 1845 Thoreau se retiró a vivir a un bosque cerca de Concord, su pueblo natal en Nueva Inglaterra, a orillas de una laguna llamada Walden. El propósito del joven -tenía 28 años- era meditar acerca de la paradójica situación de la humanidad. Discípulo y jardinero del filósofo Emerson, quien siempre lo miró a huevo, Thoreau intentaba demostrar en carne propia que mientras menos trabajara el hombre, mayores serían los beneficios para él y su comunidad. Al bosque llegó con lo puesto y un hacha prestada, que le sirvió para construir la diminuta cabaña que habitó por los siguientes dos años. Durante ese tiempo vio a muy poca gente pero escribió mucho. Sus confidente­s -así lo expresó- fueron los árboles, las bestias, los pájaros y los peces. Y si bien hay chismosos que aseguran que de vez en cuando nuestro hombre bajaba a pueblo para que su mamá le lavara los calzoncill­os, lo cierto es que Walden es uno de los más hermosos tratados sobre la contemplac­ión que se han escrito.

Tres años antes de publicar Walden, Thoreau dio una conferenci­a en el Lyceum de Concord que hoy en día es famosa. El tema que trató fue la relación entre Dios, el hombre y la naturaleza. Las palabras con que cerró su arenga ayudaron a preservar millones de hectáreas de bosque nativo en el mundo. Los maravillos­os parques nacionales de Estados Unidos, por dar un ejemplo, constituye­n uno de los legados más vistosos de nuestro hombre. En Los bosques de Maine (1864), Thoreau habló por primera vez de “reservas nacionales”. El concepto fue atesorado

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