Épica literaria
Periódicamente me envían textos sobre fútbol para que los lea y juzgue. Los autores, en su mayoría, son estudiantes de periodismo o literatura, aunque también hay gente con postgrados y escritores con varias obras publicadas. Es una constante, después de las primeras dos o tres páginas, a veces dos o tres párrafos, desecho el escrito. Casi todos tienen el mismo problema: el pie forzado de lo épico. Funcionan sobre la experiencia reveladora, única, que tuerce para siempre su manera de ver el mundo. Ya sea la primera vez que fueron al estadio, o el recuerdo de algún gol importante, o la descripción de un jugador que admiren, decantan sin alternativa al falsete glorificante y calugoso de lo épico. Ni hablar de la vindicación de las barras bravas, la Marea Roja, los que le pegan al bombo… todo se convierte en un exceso de adjetivos autoafirmativos, vacíos, aburridos y sin destino.
Hace unos 20 años leía cualquier cosa que pudiera relacionar al fútbol con la literatura. En ese sentido autores como Roberto Fontanarrosa u Osvaldo Soriano, despreciados por el establishment cool de los escritores argentinos, sumaban varios libros en mis estantes. La antología de cuentos de fútbol que hizo Jorge Valdano, donde el cuento Antiguibas del peruano Julio Ramón Ribeyro me voló la cabeza por su genialidad, la leí en menos de una tarde. Lo mismo ese excelente libro de Nick Hornby llamado Fiebre en las Gradas.
Pero ya no. Ni plumas tan reputadas como Juan Villoro me convencen. Al contrario, un libro como Dios es redondo, el que tiré por la ventana después de leer un par de sandeces, me dan la razón.
La raíz de todo es la contaminación de lo maradoniano. Que es el escalón anterior o la piedra fundacional de la épica forzada. El artificio cultural del “barrilete cósmico”, repetido una y otra vez, terminó por hartarme, por majadero y hostigoso. La figura forzosamente literaria de Maradona, a pesar de él, se transformó en una