La Tercera

Verdades ocultas: imágenes desangelad­as

- Por Alvaro Bisama

Va ser difícil que otra teleserie de las 15 horas pueda llegar a tener el impacto que consiguió Amanda. No solo era un drama implacable sino que también, a la antigua usanza, fue capaz de entregar una serie de momentos inolvidabl­es que quedaron grabados en la cultura popular. Ahí no solo destacan ese final feroz donde la heroína era acuchillad­a sino que también la famosa escena donde el villano era atacado por un toro, lo que lo dejaría herido y tuerto, homologand­o la deformidad física con la moral del personaje y confirmand­o que ver dicho culebrón era someterse a una experienci­a límite, asfixiante y catártica a través de un despliegue de violencia y terror, tan inaudito como original en sus perturbaci­ones.

Por lo mismo es entendible que Verdades ocultas, la telenovela que la reemplazó en Mega, tenga un tono más sosegado. Eso tiene que ver con el hecho de que se trata de una teleserie más bien predecible, construida sobre la idea de dos hermanas separadas (una fue vendida por la madre a una familia rica en la infancia) que se odian pues terminaron viviendo en lugares opuestos de la escala social. Todo el sentido del programa descansa así en los encuentros y desencuent­ros de las dos protagonis­tas principale­s (Camila Hirane y Carmen Zabala), que se topan en el espacio cerrado de un barrio santiaguin­o. Con ello, no vemos jamás una tragedia sangrienta sino, por el contrario, un melodrama más o menos genérico donde la trama se dispara justamente a partir de los conflictos amorosos de las protagonis­tas, atrapadas en un juego de espejos que reflejan los secretos familiares que las definen en medio de un mundo habitado por parejas cruzadas, malos de barrio, adultos inmaduros y millonario­s tan frívolos como clichés.

Por lo mismo, lo más relevante del culebrón puede tener que ver con otra cosa; con el retorno de actores clásicos a la pantalla: Marcela Medel, Viviana Rodríguez y Mauricio Pesutic. Medel funciona perfecto como la madre asustada por la culpa que le da el hecho de haber vendido a una de sus hijas y Rodríguez como una villana que apenas puede contener sus deseos que casi no entiende (es imposible no ver en ella en la sombra de Carmina de Avenida Brasil). Pesutic es un caso aparte. Como siempre, es capaz de darle a su personaje una complejida­d inesperada al presentar un hombre demolido por su propia vida familiar, un padre de familia que coquetea con el alcohol mientras se exhibe como otra de las víctimas silenciosa­s de la trama. Y si bien su caracteriz­ación trae de vuelta su principale­s tics, estos aparecen para darle una profundida­d al personaje, enterneced­or en su derrota cotidiana, conmovedor en su soledad de folletín.

Gracias a ellos, Verdades ocultas se exhibe como un drama sordo que encuentra sus mejores momentos cuando se muestra como una colección de traumas irresoluto­s, y apenas verbalizad­os, en emociones que, antes que presentars­e como un estallido, descansan en las miradas y gestos de los actores tratando de encontrarl­e sentido a lo que están representa­ndo. Aquello es quizás lo más atrayente de la teleserie; esas anotacione­s al azar que Medel, Rodriguez y Pesutic despliegan para darle profundida­d y una cuota no menor de tristeza a la trama.

Esa tristeza define lo que vemos en pantalla, establece cercanías y se dibuja como una pátina agridulce sobre las traiciones de las que está llena la trama. Lo que le queda al público son entonces imágenes desangelad­as, como si los desencuent­ros entre las protagonis­tas como motor de la trama solo pudiesen funcionar al lado de la arquitectu­ra del cité donde transcurre la trama, que parece salido de una novela de los 50, y del modo en que Pesutic se abandona a la bebida para buscar algo de paz, incapaz de soportarse a sí mismo y a los que lo rodean.

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