EL ESTADO Y LA PROMOCIÓN DE GRANDES INVERSIONES
Más que un ordenamiento territorial, que no está ajeno a controversias, se requiere un marco regulatorio estable y con parámetros objetivos.
7
El rechazo a Dominga por parte del Comité de Ministros ha develado la difícil realidad que enfrentan aquellos que deciden impulsar grandes proyectos de inversión en nuestro país. En la ecuación no solo deben estar presentes los vaivenes propios del mercado que enfrentará el negocio o las incertidumbres tributaria y laboral a las que se ven sometidas las empresas tras las reformas impulsadas bajo esta administración, sino además –y antes que el proyecto siquiera vea la luz- está la oposición creciente de comunidades y autoridades políticas que no perciben los beneficios de nuevos proyectos de inversión y que pueden detenerlos a pesar de cumplir con toda la normativa que el país establece.
Existe conciencia transversal sobre la necesidad de perfeccionar el marco regulatorio ambiental de nuestro país para evitar que proyectos de inversión que llevan años de tramitación sean descartados por el capricho político de las autoridades de turno. Entre las soluciones que han reaparecido –impulsadas incluso por líderes empresariales- está el impulso de una política de ordenamiento territorial. De hecho, la idea formaba parte del programa de gobierno de la actual administración, que tempranamente señalaba que un Plan de Ordenamiento Territorial “debe identificar aquellos lugares en donde se permitirán actividades productivas o de generación de energía sin afectar negativamente a las personas, y donde se podrán realizar los proyectos con la agilidad que Chile requiere”.
Es, sin duda, tentadora la idea de predefinir áreas donde se pueden desarrollar proyectos específicos con la promesa de que su proceso de aprobación será expedito y libre de arbitrariedades posteriores. En la opinión de sus impulsores, un ordenamiento territorial ayudaría a saber de antemano qué zonas geográficas permiten determinados tipos de proyectos, agilizaría su concreción y reduciría los riesgos de oposición comunitaria.
Sin embargo, el desarrollo de planes territoriales no está exento de riesgos. En primer lugar, una autoridad –probablemente política- predeterminaría qué zonas son aptas para recibir proyectos de inversión específicos, lo que de ninguna manera garantiza que elementos objetivos vinculados al negocio estarán presentes en su decisión. Es muy probable, además, que durante el proceso de definición, la oposición de las comunidades se exacerbe para impedir que sus localidades sean declaradas elegibles para proyectos de inversión. Y más adelante, una vez definido el plan de ordenamiento territorial, toda la presión política –tanto central como local- se concentrará en esas áreas elegibles.
Es urgente entregar un marco regulatorio que dé garantías a los inversionistas. La definición de estándares ambientales, más el conjunto de normas que regulan aspectos sectoriales, urbanísticos y económicos –entre otros-, deben ser parámetros objetivos y transversales, que mediante su cumplimiento, permitan a los gestores de proyectos escoger el tipo de iniciativa que pretenden levantar, su ubicación geográfica y las condiciones necesarias asociadas al proyecto.