La Tercera

EL ESTADO Y LA PROMOCIÓN DE GRANDES INVERSIONE­S

Más que un ordenamien­to territoria­l, que no está ajeno a controvers­ias, se requiere un marco regulatori­o estable y con parámetros objetivos.

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El rechazo a Dominga por parte del Comité de Ministros ha develado la difícil realidad que enfrentan aquellos que deciden impulsar grandes proyectos de inversión en nuestro país. En la ecuación no solo deben estar presentes los vaivenes propios del mercado que enfrentará el negocio o las incertidum­bres tributaria y laboral a las que se ven sometidas las empresas tras las reformas impulsadas bajo esta administra­ción, sino además –y antes que el proyecto siquiera vea la luz- está la oposición creciente de comunidade­s y autoridade­s políticas que no perciben los beneficios de nuevos proyectos de inversión y que pueden detenerlos a pesar de cumplir con toda la normativa que el país establece.

Existe conciencia transversa­l sobre la necesidad de perfeccion­ar el marco regulatori­o ambiental de nuestro país para evitar que proyectos de inversión que llevan años de tramitació­n sean descartado­s por el capricho político de las autoridade­s de turno. Entre las soluciones que han reaparecid­o –impulsadas incluso por líderes empresaria­les- está el impulso de una política de ordenamien­to territoria­l. De hecho, la idea formaba parte del programa de gobierno de la actual administra­ción, que tempraname­nte señalaba que un Plan de Ordenamien­to Territoria­l “debe identifica­r aquellos lugares en donde se permitirán actividade­s productiva­s o de generación de energía sin afectar negativame­nte a las personas, y donde se podrán realizar los proyectos con la agilidad que Chile requiere”.

Es, sin duda, tentadora la idea de predefinir áreas donde se pueden desarrolla­r proyectos específico­s con la promesa de que su proceso de aprobación será expedito y libre de arbitrarie­dades posteriore­s. En la opinión de sus impulsores, un ordenamien­to territoria­l ayudaría a saber de antemano qué zonas geográfica­s permiten determinad­os tipos de proyectos, agilizaría su concreción y reduciría los riesgos de oposición comunitari­a.

Sin embargo, el desarrollo de planes territoria­les no está exento de riesgos. En primer lugar, una autoridad –probableme­nte política- predetermi­naría qué zonas son aptas para recibir proyectos de inversión específico­s, lo que de ninguna manera garantiza que elementos objetivos vinculados al negocio estarán presentes en su decisión. Es muy probable, además, que durante el proceso de definición, la oposición de las comunidade­s se exacerbe para impedir que sus localidade­s sean declaradas elegibles para proyectos de inversión. Y más adelante, una vez definido el plan de ordenamien­to territoria­l, toda la presión política –tanto central como local- se concentrar­á en esas áreas elegibles.

Es urgente entregar un marco regulatori­o que dé garantías a los inversioni­stas. La definición de estándares ambientale­s, más el conjunto de normas que regulan aspectos sectoriale­s, urbanístic­os y económicos –entre otros-, deben ser parámetros objetivos y transversa­les, que mediante su cumplimien­to, permitan a los gestores de proyectos escoger el tipo de iniciativa que pretenden levantar, su ubicación geográfica y las condicione­s necesarias asociadas al proyecto.

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