“Cavernarios”
En las discusiones difíciles es relevante auscultar la realidad, abrirse a la peculiaridad del caso concreto y su sentido, a la insondable alteridad del otro. No para desasirse, no para tomar cómodo palco. La capacidad de juicio madura, atenta al significado de la situación, exige, al menos por un momento, la circunspección de la duda, la modestia del silencio, la vulnerabilidad de la escucha. Entonces puede ocurrir que el sentido de las reglas generales, de las teorías, de los conceptos abstractos, se vea tocado, afectado, que el viento del terreno real sople en los espíritus de los participantes en la discusión y los conmueva.
Es lo que a veces se echa en menos en las ansiosas mentes de los inseguros que se aferran al significado literal de los preceptos. Se los encuentra no sólo en versiones confesionales. También están, esas ansiosas mentes inseguras, en los estridentes políticamente correctos de red social, en los reivindicacionistas apresurados de causas a la moda, en los defensores de la regla del control sobre el cuerpo, cual si sobre él hubiese un dominio como el que Napoleón decretase sobre las cosas: de uso, goce y disposición arbitraria.
Tal como durante el siglo XIX chileno el dogmatismo de laicistas y ultramontanos mantuvo la discusión anclada a suelo estéril, los angustiosos dogmáticos de hoy amenazan convertir cualquier discusión “valórica” en asunto sacrosanto y sin salida. Desconocen que la política o es con diálogo cuidadoso o termina volviéndose agresiva. Siempre estarán los fieles acérrimos a su causa, los indignados seguidores de la indignación, y en el extremo hay quien no se halla dispuesto ni a contar votos. De acuerdo, pero no se diga entonces que se está tras la “cosa común” y haría bien en confesar, quien asume tales caminos, que su causa es partisana.
Con todo, las bataholas sin la disposición a considerar la alteridad del otro y a conmoverse por lo que siente y piensa la interioridad ajena podrían ser parte admisible del doloroso avance o retroceso de los asuntos po- líticos si quienes ejercen más usualmente las funciones de reflexión y poseen el tiempo para detenerse a contemplar tuviesen la palabra diferenciada, el planteamiento esclarecedor, introdujeran el matiz que suaviza la disputa, la solución y la paciencia, que, como en cada conflicto familiar que se arregla, permiten el paso desde el enfrentamiento a un modus vivendi y desde allí poco a poco hacia la tranquila recomposición de los afectos.
Es lo mínimo que uno le pediría al autor de obras tan justas, atentas a la alteridad y llanas como La guerra del fin del mundo o Conversación en la Catedral.
Vargas Llosa bajó, en cambio, como desde un platillo volador; el bienaventurado de las letras, talentoso combinador de sobrias historias que dicen bastante; el acomodado, aparentemente con prisas que no debiese tener. Viene. Llega. Baja, Vargas y espeta: en Chile hay una derecha cavernaria. La que se opuso al aborto.
Vociferante manera de desconocer la sutil melancolía, el drama insondable, la trama desconocida que afecta a quienes piensan que un niño viable debiese tener el derecho que se les reconoce a los perros vivos: no ser maltratado. Cierto es que a los perros acá hasta se los comen, dicen. Pero no está permitido molerlos vivos. Y los animalistas se encargan de indicarlo. Y su conmoción termina conmoviendo. Y no me atrevería a tratarlos de cavernarios, salvo para evocar el afecto oscuro de las cavernas, donde perros y mujeres y niños y cavernícolas cazadores o recolectores compartían con todos sus sentidos la existencia y el cobijo.
Bienaventurados los que tengan todo tan claro en estos asuntos. Corren el riesgo, empero, de, cual Vargas aquí, quedar más cerca de esos dogmáticos que a gritos pretenden hacerse escuchar, que de las mentes más delicadas que tratan de hacer algo de silencio para que se escuche. Pareció faltarle, es menester decirlo, el recato existencial de quien todavía vive con intensidad sobria.