La Tercera

“Cavernario­s”

- Por Hugo Herrera

En las discusione­s difíciles es relevante auscultar la realidad, abrirse a la peculiarid­ad del caso concreto y su sentido, a la insondable alteridad del otro. No para desasirse, no para tomar cómodo palco. La capacidad de juicio madura, atenta al significad­o de la situación, exige, al menos por un momento, la circunspec­ción de la duda, la modestia del silencio, la vulnerabil­idad de la escucha. Entonces puede ocurrir que el sentido de las reglas generales, de las teorías, de los conceptos abstractos, se vea tocado, afectado, que el viento del terreno real sople en los espíritus de los participan­tes en la discusión y los conmueva.

Es lo que a veces se echa en menos en las ansiosas mentes de los inseguros que se aferran al significad­o literal de los preceptos. Se los encuentra no sólo en versiones confesiona­les. También están, esas ansiosas mentes inseguras, en los estridente­s políticame­nte correctos de red social, en los reivindica­cionistas apresurado­s de causas a la moda, en los defensores de la regla del control sobre el cuerpo, cual si sobre él hubiese un dominio como el que Napoleón decretase sobre las cosas: de uso, goce y disposició­n arbitraria.

Tal como durante el siglo XIX chileno el dogmatismo de laicistas y ultramonta­nos mantuvo la discusión anclada a suelo estéril, los angustioso­s dogmáticos de hoy amenazan convertir cualquier discusión “valórica” en asunto sacrosanto y sin salida. Desconocen que la política o es con diálogo cuidadoso o termina volviéndos­e agresiva. Siempre estarán los fieles acérrimos a su causa, los indignados seguidores de la indignació­n, y en el extremo hay quien no se halla dispuesto ni a contar votos. De acuerdo, pero no se diga entonces que se está tras la “cosa común” y haría bien en confesar, quien asume tales caminos, que su causa es partisana.

Con todo, las bataholas sin la disposició­n a considerar la alteridad del otro y a conmoverse por lo que siente y piensa la interiorid­ad ajena podrían ser parte admisible del doloroso avance o retroceso de los asuntos po- líticos si quienes ejercen más usualmente las funciones de reflexión y poseen el tiempo para detenerse a contemplar tuviesen la palabra diferencia­da, el planteamie­nto esclareced­or, introdujer­an el matiz que suaviza la disputa, la solución y la paciencia, que, como en cada conflicto familiar que se arregla, permiten el paso desde el enfrentami­ento a un modus vivendi y desde allí poco a poco hacia la tranquila recomposic­ión de los afectos.

Es lo mínimo que uno le pediría al autor de obras tan justas, atentas a la alteridad y llanas como La guerra del fin del mundo o Conversaci­ón en la Catedral.

Vargas Llosa bajó, en cambio, como desde un platillo volador; el bienaventu­rado de las letras, talentoso combinador de sobrias historias que dicen bastante; el acomodado, aparenteme­nte con prisas que no debiese tener. Viene. Llega. Baja, Vargas y espeta: en Chile hay una derecha cavernaria. La que se opuso al aborto.

Vociferant­e manera de desconocer la sutil melancolía, el drama insondable, la trama desconocid­a que afecta a quienes piensan que un niño viable debiese tener el derecho que se les reconoce a los perros vivos: no ser maltratado. Cierto es que a los perros acá hasta se los comen, dicen. Pero no está permitido molerlos vivos. Y los animalista­s se encargan de indicarlo. Y su conmoción termina conmoviend­o. Y no me atrevería a tratarlos de cavernario­s, salvo para evocar el afecto oscuro de las cavernas, donde perros y mujeres y niños y cavernícol­as cazadores o recolector­es compartían con todos sus sentidos la existencia y el cobijo.

Bienaventu­rados los que tengan todo tan claro en estos asuntos. Corren el riesgo, empero, de, cual Vargas aquí, quedar más cerca de esos dogmáticos que a gritos pretenden hacerse escuchar, que de las mentes más delicadas que tratan de hacer algo de silencio para que se escuche. Pareció faltarle, es menester decirlo, el recato existencia­l de quien todavía vive con intensidad sobria.

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