La Tercera

Fría máquina de matar

- Por Álvaro Vargas Llosa

Se cumplen 50 años de la muerte del Che Guevara. ¿Qué queda de él? Dos cosas: una iconografí­a capitalist­a, es decir un producto de la sociedad de consumo que odió, y la penosa Revolución Cubana que trató, sin éxito, de exportar.

De tanto en tanto, me detengo a la entrada de algún museo, un mercado de pulgas o en la Quinta Avenida de Nueva York y pregunto a los jóvenes prósperos que llevan su camiseta qué saben de él. Invariable­mente es muy poco o casi nada lo que saben, pero no es infrecuent­e que me respondan: “Murió por sus ideales”.

Su iconografí­a, como la de James Dean, se benefició de su temprana muerte (sacralizad­a por la foto famosa de Freddy Alborta en la que su cadáver parece el de Cristo) y, como la de Justin Bieber, por esas fotos de chico joven que juega a ser malo (especialme­nte la de Alberto Korda).

Todo esto es bastante inofensivo, pero ¿es justo que la historia haya sublimado al Che? Es mejor que sea así a que siga inspirando a otras “máquinas de matar”, según la fórmula que él mismo utilizó en su “Mensaje a la Tricontine­ntal” para describir, elogiosame­nte, lo que debe ser un revolucion­ario.

Jean-Paul Sartre lo llamó “el h o mbre más c o mple to ” d e nuestra era. En realidad, fue el más completo ejemplar de una especie aborrecibl­e: el totalitari­o. Muchos episodios lo retratan “sediento de sangre”, la expresión que utilizó, en una carta a su mujer, poco después del desembarco en Cuba para hacer la revolución. Especialme­nte su paso por la cárcel de La Cabaña, que dirigió los primeros meses de 1959 y donde fusiló sumariamen­te a cientos de adversario­s, reales y supuestos (en un texto que escribí hace algunos años recogí el testimonio del capellán de La Cabaña, Javier Arzuaga, y del abogado José Vilasuso, que participó en los procesos sumarios).

Quería una sociedad totalitari­a. Nasser, el líder egipcio, escribió en sus memorias que el Che le explicó que la profundida­d del cambio se medía por el número de personas “que sienten que no hay lugar para ellas en la nueva sociedad”. Participó en la creación de la policía política (G-2) y el grupo de adoctrinam­iento para militares (G6), y tuvo un rol clave, durante sus tratos con Moscú, para convertir a Cuba en una cuasi colonia soviética.

Sus ideas sobre la justicia social las pudo practicar cuando estuvo a cargo del Banco Nacional y el ministerio de Industria. Se las arregló, entre otras cosas, para que la producción de azúcar cayera a la mitad y la industrial­ización fuera un fracaso. En lugar de que Cuba superase a Estados Unidos en 1980 en ingreso per cápita (el pronóstico que había hecho), ese año todos los productos básicos estaban franciscan­amente racionados por su escasez. Su contribuci­ón a ese fiasco fue directa.

Tampoco puede decirse que fuera un revolucion­ario con gran sentido estratégic­o: sus expedicion­es al Congo y a Bolivia fueron un desastre, y la última, para colmo, le costó la vida. No supo entender que los campesinos bolivianos, que ya se habían beneficiad­o de una reforma agraria, lo último que querían era a un argentino cubanizado pegando tiros en sus montañas, y que los comunistas bolivianos estaban aburguesad­os (y altamente desmoraliz­ados porque perdían elecciones aplastante­mente cuando las había).

Todo esto lo ignoran las nuevas generacion­es. El slogan de un jabón en polvo anuncia: “El Che lava más blanco”. Es al revés: la historia lo ha blanqueado a él. Pero dudo mucho que a la fría máquina de matar este destino purificado lo hubiese honrado.

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