La Tercera

Mahmud o el acceso al poderoso

- Por Hugo Herrera

El poder tiende a adquirir una dinámica propia, un protagonis­mo, que se caracteriz­a por su imprevisib­ilidad. Nadie puede saber de antemano por dónde el poder irrumpirá; si emergerá o se desplomará hacia una situación de vacío, en la cual otro poder –inusitado– ocupará su lugar. Quien ignore esto, no entiende la política. Peor es quien ejerce cargos políticos sin saber de esta independen­cia del poder respecto de los agentes que intentan ejercerlo. El poder es insondable y nunca se ejerce en soledad. Ni el gobernante más poderoso deja de ser vulnerable a los venenos, los cuidados o el puñal del más sencillo de sus sirvientes.

Al nivel de los informes, quien ejerce el poder necesita fuentes confiables. Se cuenta de Harún al-Rashid que recorría de incógnito el Bagdad de las Mil y una Noches. Pero se requiere darle forma ordenada a la informació­n. El consejo pertinente, los datos fidedignos y adelantado­s deslindan al gobernante y le permiten ir más allá de sus adversario­s y circunstan­cias. Entonces se evidencia la importanci­a del canal que conecta a quien ejerce el poder con la realidad del pueblo y el momento histórico. El canal opera en ambos sentidos. Va de la realidad al gobernante y viceversa, y en diversas modalidade­s. Está la genialidad de la cabeza que es capaz de captar a través de sus consejeros y ministros –sin someterse a ellos– la situación concreta y retornar por las vías de su poder, incluido el de ministros y consejeros, sobre la situación, para darle cauce y significad­o. Están los gobiernos toscos, tapados en las dos direccione­s, que no son capaces de entender, interpreta­r ni transmitir bien lo que quieren decir.

Mahmud Aleuy parecía ser un hombre de palacio, alguien que entendía de canales políticos. Se lo percibía apto para comunicar –qué duda cabe–, con su voz serena y profunda. Se lo captaba ecuánime en los momentos de desesperan­za, de espanto o jolgorio. Lo hacía bien hasta respecto de una Presidenta equívoca, difícil de auscultar, de la que se atrevería uno a aventurar: sin mucha idea con la cual gobernar más de la que algún activo ideólogo palaciego o una vaga percepción de los vapores callejeros supo insuflarle. Pero ahí estaba Aleuy, en el canal, en la antesala del poderoso. Probableme­nte tenía acceso directo al despacho de Bachelet, para transmitir­le cuidadosam­ente informació­n relevante; para diseñar atentas aparicione­s y medidos comunicado­s del gobierno; para darle algo de orden y reposo a lo que parecía a veces casi fanatismo, en otras ocasiones banalidad o improvisac­ión. Mas, cual sucede a menudo en política, el poder tomó otros rumbos y la vacilante Presidenta los siguió. De pronto, esperó alguien un viaje, un pajaroneo, para que los otros, los fácticos del pasillo, quienes terminan siendo esbirros antes que políticos –comparados incluso con el nivel de lealtad extrema en el que decidió operar Aleuy–, entrasen en la antesala a cerrarle las puertas del despacho presidenci­al al rostro adusto, la profundida­d severa del metal de su voz y su probableme­nte sincero pensamient­o.

Mahmud debe haberse sentido traicionad­o. Entra a ocupar una larga lista, ilustre en no pocas ocasiones. Guardando las proporcion­es, la integran Otto von Bismarck, forjador de Alemania, a manos de un reyezuelo de poca monta. Y Tomás Moro y el infame Rasputín y el Duque de Alba (en la obra de Schiller). Curioso es –y realmente peligroso, en sentido público– que haya quien todavía piense que es posible constituir asambleas sin que esta dinámica de la antesala y el poderoso, y la dialéctica de los polos del canal, operen. La antesala es la articulado­ra de la relación entre la asamblea y el, la o los jefes, el lugar a partir del que se reciben datos y conciben las decisiones. Las empresas, iglesias, cofradías –quién sabe qué– mal o bien, con distintos énfasis, así funcionan. También el gobierno. Exigible de los políticos –también de la asambleíst­ica nueva izquierda– es reparar en eso.

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