Mahmud o el acceso al poderoso
El poder tiende a adquirir una dinámica propia, un protagonismo, que se caracteriza por su imprevisibilidad. Nadie puede saber de antemano por dónde el poder irrumpirá; si emergerá o se desplomará hacia una situación de vacío, en la cual otro poder –inusitado– ocupará su lugar. Quien ignore esto, no entiende la política. Peor es quien ejerce cargos políticos sin saber de esta independencia del poder respecto de los agentes que intentan ejercerlo. El poder es insondable y nunca se ejerce en soledad. Ni el gobernante más poderoso deja de ser vulnerable a los venenos, los cuidados o el puñal del más sencillo de sus sirvientes.
Al nivel de los informes, quien ejerce el poder necesita fuentes confiables. Se cuenta de Harún al-Rashid que recorría de incógnito el Bagdad de las Mil y una Noches. Pero se requiere darle forma ordenada a la información. El consejo pertinente, los datos fidedignos y adelantados deslindan al gobernante y le permiten ir más allá de sus adversarios y circunstancias. Entonces se evidencia la importancia del canal que conecta a quien ejerce el poder con la realidad del pueblo y el momento histórico. El canal opera en ambos sentidos. Va de la realidad al gobernante y viceversa, y en diversas modalidades. Está la genialidad de la cabeza que es capaz de captar a través de sus consejeros y ministros –sin someterse a ellos– la situación concreta y retornar por las vías de su poder, incluido el de ministros y consejeros, sobre la situación, para darle cauce y significado. Están los gobiernos toscos, tapados en las dos direcciones, que no son capaces de entender, interpretar ni transmitir bien lo que quieren decir.
Mahmud Aleuy parecía ser un hombre de palacio, alguien que entendía de canales políticos. Se lo percibía apto para comunicar –qué duda cabe–, con su voz serena y profunda. Se lo captaba ecuánime en los momentos de desesperanza, de espanto o jolgorio. Lo hacía bien hasta respecto de una Presidenta equívoca, difícil de auscultar, de la que se atrevería uno a aventurar: sin mucha idea con la cual gobernar más de la que algún activo ideólogo palaciego o una vaga percepción de los vapores callejeros supo insuflarle. Pero ahí estaba Aleuy, en el canal, en la antesala del poderoso. Probablemente tenía acceso directo al despacho de Bachelet, para transmitirle cuidadosamente información relevante; para diseñar atentas apariciones y medidos comunicados del gobierno; para darle algo de orden y reposo a lo que parecía a veces casi fanatismo, en otras ocasiones banalidad o improvisación. Mas, cual sucede a menudo en política, el poder tomó otros rumbos y la vacilante Presidenta los siguió. De pronto, esperó alguien un viaje, un pajaroneo, para que los otros, los fácticos del pasillo, quienes terminan siendo esbirros antes que políticos –comparados incluso con el nivel de lealtad extrema en el que decidió operar Aleuy–, entrasen en la antesala a cerrarle las puertas del despacho presidencial al rostro adusto, la profundidad severa del metal de su voz y su probablemente sincero pensamiento.
Mahmud debe haberse sentido traicionado. Entra a ocupar una larga lista, ilustre en no pocas ocasiones. Guardando las proporciones, la integran Otto von Bismarck, forjador de Alemania, a manos de un reyezuelo de poca monta. Y Tomás Moro y el infame Rasputín y el Duque de Alba (en la obra de Schiller). Curioso es –y realmente peligroso, en sentido público– que haya quien todavía piense que es posible constituir asambleas sin que esta dinámica de la antesala y el poderoso, y la dialéctica de los polos del canal, operen. La antesala es la articuladora de la relación entre la asamblea y el, la o los jefes, el lugar a partir del que se reciben datos y conciben las decisiones. Las empresas, iglesias, cofradías –quién sabe qué– mal o bien, con distintos énfasis, así funcionan. También el gobierno. Exigible de los políticos –también de la asambleística nueva izquierda– es reparar en eso.