La tragedia de Guillier
Nadie sabe muy bien cómo llegó ahí. Alguna encuesta que lo favoreció; una alianza política que se tensionó entre la DC y el PC; la disputa socialista que destruyó tres precandidaturas. El hecho es que Alejandro Guillier, con un pasado políticamente incierto e ideas generales no muy definidas; el periodista que, probablemente en un exceso de entusiasmo, mandó grabar con cámara oculta al juez Calvo; el panelista eventualmente ameno, terminó asumiendo la candidatura presidencial de la Nueva Mayoría.
Justo en ese momento empezaron los problemas. El tipo llano y sencillo, que lucía capaz de encarnar algo así como un ideario y un talante aptos para enfrentar en buena forma las elecciones, se vio afectado por problemas que terminan decantando en lo que hoy parece, antes que un tenso pero decidido avance político hacia La Moneda, una tragedia.
Las “narcofirmas” podrían haber quedado en la mera anécdota. Pero el tema lo tomó José Antonio Kast y el asunto adquirió ribetes dramáticos. Se volvió, en fin, “horroroso”, como lo ha calificado el mismo Guillier, cuando fue desde la propia Nueva Mayoría que se levantó la cuestión.
Ya el mismo hecho de una candidatura paralela en su alianza, la de la acusadora, Carolina Goic, expresa la pérdida de confianza -probablemente por los devaneos de Guillier entre la antigua Concertación socialdemócrata y la nueva izquierda revolucionaria- en el mundo DC y la centroizquierda moderada. Ahora el enfrentamiento se intensifica.
Para empeorar las cosas, la candidatura tampoco cierra por la izquierda. Ni Karol Cariola ni Juan Andrés Lagos, o sea, los comunistas -esos que apoyan a Maduro, valoran el proceso cubano, el chino y el vietnamita (habría que preguntarles la opinión sobre los jemeres rojos)- han sido capaces de contener la fuga de adhesiones a una vigorosa candidatura externa, más radical. En el Frente Amplio, Sánchez y otros se toman la molestia de marcar explícitamente una distancia de principio con Guillier, quien pasa a ser considerado como la encarnación de la vilipendiada política de la transición.
Por si fuera poco, Bachelet encara sus últimos meses, esos en los que debiera repuntar en la adhesión popular, con el ya inveterado y pertinaz estilo de vacilaciones, impericias e improvisaciones (que se volverían hemorragia), acompañado ahora con la peregrina consigna del legado: el intento cuasi-animista de insuflar o atribuir vida a proyectos de reformas que, sin sucesor, están moribundos.
En fin, al frente, la oposición surge con dos candidaturas que operan complementariamente con eficacia en el objetivo de captar votos. Kast podrá molestar por sus posiciones extremas. Pero, polemizando hábilmente, forzando los límites de lo políticamente correcto, ha logrado hacer lo que busca, de un modo harto más exitoso que el rimbombante MEO o el estridente Navarro: marcar la agenda. Piñera, por su parte, se mantiene impertérrito, insistiendo en lo que sabe: crecimiento económico y gestión, sin correr riesgos. Los partidos que lo apoyan han suspendido sus disputas y trabajan cohesionados, con un perfil más bien bajo.
¿Podría alguien haberse imaginado un escenario más difícil para la otrora apabullantemente victoriosa Nueva Mayoría y la candidatura de ese amigable senador que estuvo dispuesto a asumir la candidatura de esa alianza?
Lo más irónico de toda esta situación es que Guillier sabe que en las honduras de la Nueva Mayoría y en vastos sectores del Frente Amplio hay un discurso intacto -de derechos sociales y desplazamiento del mercado- que podría haber conectado con el malestar ciudadano y las desconfianzas hacia la institucionalidad política y económica. Sabe que, salvo que Piñera no salga de su acotado relato de economía y gestión, la oposición a su gobierno será feroz y mayoritaria. Esa es la condición final que viene a sellar el hado trágico de la -políticamente- modesta candidatura de Guillier: no tener a su disposición, antes de las elecciones, lo que recién luego de ellas su sector podrá alcanzar.