Saturno devora el bocadillo de sus hijos
Por unas horas, pareció en la mañana del jueves que el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, disolvería el Parlament, convocaría elecciones y resituaría a Cataluña en la senda del Estatut y de la legalidad. Se cumpliría el doblete: “Ni DUI” (Declaración Unilateral de Independencia) “ni 155” (por el artículo de la Constitución que autoriza a intervenir puntualmente una comunidad autónoma). Muchos parecían felices con que se atenuara la tensión. A las cinco de la tarde se desinfló la expectativa. ¿Qué ocurrió en esas horas de desconcierto (habitual) y de esperanza (insólita)?
La explicación del protagonista fue sencilla, incluso simple. A cambio de descabalgarse del impulso de declarar la independencia, con la retirada concomitante del artículo 155 en ciernes, había “intentado obtener” algunas “garantías”. ¿Cuáles? No las detalló, las insinuó. La libertad de los dos Jordis (que no depende del gobierno, sino de la Audiencia Nacional); la retirada de la Policía Nacional y de la Guardia Civil del territorio catalán; la renuncia de los fiscales a ejercer su oficio. Costará saber si esa explicación es fiable. Algunos indicios pespuntean que no. Porque en el ínterin, los socialistas habían apostado fuerte por el doblete “ni DUI, ni 155”. Porque incluso el gobierno mensajeó que si el retorno a la legalidad era claro, no habría obstáculo.
Como el Saturno de Goya (la versión romana del dios griego Cronos, el Tiempo), que se comió crudos a sus hijos antes de que estos le devorasen, el carlista gerundense devoró el bocata de sus hijos antes de que le robaran el suyo, el inmaterial: el epitafio político patriótico, el lánguido paseo dominical por la densa Devesa de Girona sin ser increpado por los insurgentes.
¡Ay, simbiótica valentía que entrega su responsabilidad y traspasa su derecho a decidir (o a proponer), cuando este es difícil, a la Cámara! Y que disminuye así la posibilidad de una salida digna y racional de vuelta a lo legal. ¡Nunca como en estos días un gobierno fue más eficaz en la destrucción de las instituciones de un país, Cataluña. El Govern y el Parlament han sido sustituidos por la amalgama desnortada o la mayúscula anomia, por un estrambótico estado mayor del secesionismo. Un sanedrín o pinyol oscuro, irresponsable y en nada transparente, que no responde a ningún control democrático, sino que manda a los consejeros -estos sí, responsabilizados en cuerpo y patrimonio ante la justicia- en total desprecio al arrumbado (por ellos) Estatut y sus normas.
Esa mezcla de sóviet aficionado, somatén titubeante y patrulla boy scouts desbrujulada, marcará época y les perseguirá en los sueños de por vida, en contraste con aquella “cierta manera de hacer las cosas” que practicó el molt honorable Josep Tarradellas... y el general De Gaulle, o el canciller Helmut Kohl, todos ellos líderes que remaron a contracorriente de las pulsiones más bajas alimentadas por sus respectivos populismos autóctonos.
En su día más dramático y decisivo, Carles Puigdemont careció de la osadía de extraer las consecuencias del agujero en que él mismo se había metido, también empujado por su predecesor, y por sus socios, y por sus periodistas de cámara. Pudo haberse percatado de que ha imperado sobre tres supuestos que han sido deconstruidos con estrépito. Uno, la unidad de un pueblo catalán monolíticamente mandatario de una instrucción de secesión: las calles han hablado y, claramente, en plural. Dos, el de una Europa dispuesta a acoger, solícita, a quienes desafían sus valores -su rechazo al egoísmo nacionalista- y sus intereses, conservar fronteras y Estados democráticos. Tres, la de un mundo empresarial que aceptaría sin cosquilleos el ingreso en la inseguridad jurídica, la exclusión del manto protector del BCE y el imperio del aliento antisistema en la escena pública catalana.
Escribió Salvador Espriu que “a veces es necesario y forzoso que un hombre muera por un pueblo, pero jamás un pueblo por un hombre solo”. Políticamente. No muera, president, viva para un pueblo.