Un gobierno de mayoría
La abstención electoral significa pérdida de legitimidad del sistema político. En Chile, ella expresa un fenómeno complejo. Parece haber satisfacción en la esfera íntima, a la vez que pérdida de confianza en la institucionalidad. Habría que preguntarse en qué campo ubicar los omnipresentes trastornos del ánimo. También hay aspectos del eventual malestar relacionados, precisamente, con virtudes de aquella institucionalidad, la cual ha posibilitado que, por primera vez en la historia, las clases medias chilenas sean mayoritarias. Este encomiable resultado es, sin embargo, también fuente de presión, pues, al mismo tiempo que amplios sectores del país mejoran sus condiciones vitales, se hallan muchas veces angustiados por una situación devenida inestable.
En este escenario, es especialmente relevante que las elecciones sean instancias de participación masiva. En dos sentidos. Tal participación permite que el sistema político sea un reflejo menos distorsionado de los anhelos populares. Estos pueden encontrar acogida en autoridades que los reflejen más fehacientemente, de tal suerte que el país logre irse configurando de modos que otorguen expresión y cauce a lo que se piensa y siente a nivel popular.
Pero, además, una participación masiva es fundamental para dotar a las autoridades de legitimidad. Es muy distinto cuando un gobierno puede invocar ser la expresión de una mayoría amplia, cercana a la mayoría absoluta de la ciudadanía, que de una muy distante con ella.
En ese caso, se forman gobiernos de minoría. Entonces, a la oposición se le abre la vía de ampararse en las encuestas y la movilización social, para pasar a atribuirse la representación extrainstitucional de una voluntad popular potencialmente mayoritaria. Puede empezarse a jugar, así, una partida para la cual la izquierda posee especial habilidad. La mostró en 2011, tal como a lo largo de gran parte del siglo pasado.
Más allá de las calculadoras partidistas y las cuentas de las campañas, este debiese ser un objetivo de todas las candidaturas a la Presidencia, especialmente de aquellas dotadas de mayores posibilidades de éxito: lograr masividad en la participación en las elecciones. Tras los elocuentes resultados de la encuesta CEP, esta responsabilidad recae particularmente en la candidatura de Sebastián Piñera.
La Presidencia de la República es una herramienta formidable. Pero una condición de posibilidad de su operación eficaz –además de las capacidades, destrezas y aplomo de quien la ejerza– es que el presidente electo cuente con el voto de un porcentaje significativo del cuerpo ciudadano. Un programa de reformas –y, convengámoslo, la hora actual exige reformas importantes– puede llevarse adelante mucho más fácilmente, con menos hostilidad y mayores energías puestas en la calidad de los proyectos y en los efectos que tendrán en el mediano y largo plazo, si ese programa es la expresión de amplios sectores del pueblo. En cambio, la ansiedad por adoptar medidas apresuradas, que terminan conduciendo a errores, irrumpe con más vehemencia cuando el gobierno respectivo se sabe en una posición minoritaria, y es acicateado o por el desplome en la aprobación o por las protestas o por ambos.
Frente a la crisis de largo aliento que enfrentamos; ante la correlativa exigencia de emprender reformas como la modernización del Estado, la regionalización, generar condiciones para una efectiva integración nacional, para mejorar la productividad de nuestra economía; delante del requerimiento, entonces, de sentar bases sobre las cuales encauzar el malestar social hacia formas institucionales que permitan el florecimiento de las gentes, de organizar nuestra existencia política para las próximas décadas, la candidatura presidencial de la centroderecha ha de destinar esfuerzos decididos a lograr una alta participación.
Restarse a ese impulso, por ver una intencionalidad política en el reciente y tardío llamado del Gobierno a concurrir a las urnas (que, es cierto, no se hizo respecto de las primarias), importaría desconocer el desafío del momento presente y caer, además, en una especie de peligroso juego con la actual alicaída administración. Todo ello, en fin, bajo el supuesto de que los aún indecisos poseen tendencia preponderante, son como una mayoría silenciosa; algo que, tras las últimas mediciones, resulta altamente improbable.