La incertidumbre
Una pregunta que debe hacerse la clase política entera, luego de las elecciones inminentes, es qué pasa en el pueblo. El nuestro es un momento cargado de intensidad. Una indeterminada e inquietante latencia, un difuso ambiente propagado nos envuelven sin que logremos dar fácilmente con el tenor de la situación.
Se habla de malestar. Pero –cual se narra en la parábola– cuando se nos encuesta, vemos el mal cerca de los demás, no, en cambio, de nosotros. Es cierto también que más chilenos concurren al consumo que a la protesta, al mall que a la calle, al CDF que a programas políticos. De allí algunos infieren –ya como objetivos analistas, ya como nerviosos partisanos del modelo en su versión actual– que no hay crisis o malestar, o que la crisis o el malestar no serían hondos.
Es difícil saber lo que realmente ocurre. Pasa que el instrumental con el que contamos no es capaz de penetrar directo en lo profundo. Sus capacidades de prospección son acotadas. ¿Cómo saber de eso, el pueblo, sus anhelos?
Ningún estudio es capaz de acumular en una unidad que haga sentido el infinito misterio que es cada sujeto, cada familia, cada barrio, el conjunto al que llamamos pueblo o nación. Solo contamos con indicios. Opiniones que se vierten aquí y allá. Irrupciones en algún lugar. Un restarse masivo en cierta instancia.
Hay algunos de esos indicios que se dejan interpretar. Y así, de alguna forma, más en una labor comprensiva a partir de información incompleta que al modo de inferencia, podemos ir entendiendo el tiempo presente.
Señales que hablan con cierta elocuencia son la paralela confianza personal y en el entorno próximo, y la desconfianza en el contexto institucional que revelan porfiadamente los estudios de opinión. Alguna coherencia parece haber entre esa confianza/desconfianza y la abstención electoral. Un estado de cierta satisfacción con la propia existencia y rechazo a lo que ocurre allende nuestros muros, se expresa en el desinterés por votar. Si la situación personal y familiar se viese directamente comprometida por la acción de la institucionalidad, la participación probablemente sería más alta.
Otras señas elocuentes vienen de los índices sobre salud mental. Un 17,2 por ciento de la población presenta algún tipo de síntoma depresivo, según la Encuesta Nacional de Salud. Comparativamente, el nuestro es un país con altos niveles de angustia y ansiedad. ¿Son la contracara del consumismo, de jornadas de trabajo y tránsito agobiantes, de un tiempo libre que deviene banal, de una tecnología barata de pantallas y nimiedades? Sería simplista contestar de plano. Pero alguna relación parece haber entre esa señal y una existencia alejada del otro y la naturaleza, donde toda interacción tiende a ser virtualmente mediada. Se pierde intensidad vital, rostros, olores, misterio, riesgos, la capacidad de contemplar tranquilo, de conversar. Algo, probablemente, incida también el hacinamiento, las condiciones laborales, la “narcocultura”. Algo el modo en el que enfrentamos la vida y la muerte. Algo la pérdida de lazos, familiares, vecinales, comunitarios.
La pulsión popular se abre paso por el camino que encuentra. No espera a una elaboración plenamente autónoma y desplegante a la vez, sino que irrumpe. Y los canales por los que se cuela no parecen estar siendo los adecuados. Las formas de trabajo y ocio, de acción y pensamiento van dejando un material residual demasiado pesado y tóxico como para quedarnos persistiendo en el mismo camino o mirando con mueca de indiferencia y una media sonrisa que induzca a la calma.
Es menester tomar en serio lo que ocurre, el significado de la época histórica, el dolor y la añoranza popular, el vacío de sentido. No para pretender llenarlo. Ni el asambleísmo revolucionario ni el desenfreno economicista pueden colmar un anhelo que no se cumple por medio de mecanismos.
Es menester parar. Detenerse y, más que provocar, abrir espacio y tiempo a la posible plenitud. Se necesita una política capaz de eso, de abrir espacio y tiempo a la posible plenitud. Una política no mecánica, sino comprensiva, atenta a lo singular y único de la situación histórica. Lúcida respecto de lo misterioso, de las honduras de la vida y del pueblo, de la estética del paisaje, del significado silente de la tierra. Atenta a las armonías y proporciones: ecológicas, urbanas, geográficas, económicas.
La política requiere de una reforma de sí misma: que la vuelva a calibrar, a dejar en una posición equidistante respecto tanto de la institucionalidad como de la pulsión popular. Para que sea capaz de ver no solo a la pulsión desde la institucionalidad, sino, especialmente, a la institucionalidad desde la pulsión.