¿Vendrán tiempos mejores?
La respuesta a la interrogante del título, no es de aquellas de fácil despacho, pues la afirmación o negación depende de muchos factores, algunos que escapan a nuestra capacidad individual o colectiva, y sus causas determinantes están constituidas por elementos que surgen de decisiones de terceros respecto de los cuales poco o nada podemos hacer. Sin embargo, hay variables que sí pasan por nuestra decisión para contribuir a que la calidad de los tiempos que vengan para la nación sean mejores. Y ello se concreta mañana domingo en el simple, pero trascendente momento de votar. Convocados a sufragar, quienes aceptan esa convocatoria, tenemos en nuestra mano dar o no dar la posibilidad de que el porvenir sea mejor.
Por cierto, optar por un candidato que añora y ofrece refundar lo construido por más de dos siglos, y parece tener como espejo Cuba o Corea del Norte, nada bueno podrá esperarse. Apostar a un nostálgico de Pinochet, y que parece considerar los actos violatorios de los Derechos Humanos, más bien como actos inevitables, y por ende aceptables, nada muy halagüeño de un futuro mejor puede presumirse. Qué decir de quien admira el proceso chavista, o de él que sin equipos, salvo su voluntad personal, y entusiasmo, convertido ya en un clásico de las elecciones presidenciales, pretende llegar al sillón presidencial.
¿Qué valdrá más? ¿El esfuerzo, optar por mantener la matriz de la Nueva Mayoría en una oferta corrida bien a la izquierda, o preferir una alternativa que encuentra aún insuficiente aquello y propone a partir de una Asamblea Constituyente que, desde cero, diseñe una estructura jurídica, de derechos, deberes y contrapesos de poder? O por aquella alternativa que, más allá del eslogan, indica que el país está en el suelo y requiere de una cirugía mayor, sobre la base de una receta ya conocida de resultados a lo menos muy opinables.
Creo, sinceramente, que la mejor de las opciones en competencia es aquella que encarna la cotidiana construcción de una sociedad, que fue capaz en estas casi tres décadas de pasar de un PIB per cápita de US$ 5.839 (1990) a uno de US$ 24.588 (2017), y en el mismo período de un PIB de 33.158 millones de dólares a uno de 263.206 millones de dolares. En que la esperanza de vida al nacer pasó de 73,4 años, a casi 80. En que las personas en situación de pobreza eran un 38,6 por ciento en 1990, y hoy son un 11,7 por ciento (cifra aún dramática). La persistencia en ese derrotero parece ser la mejor opción, los datos objetivos lo acreditan, los tiempos mejores no caen del cielo, se construyen con buenas políticas y buenos políticos.
Permítanme citar un párrafo del muy buen libro que recientemente publicó el columnista de este diario Sergio Muñoz Riveros, que a mi juicio reseña de muy exacta manera el desafío que tenemos que afrontar mañana: “Chile progresará si define políticas viables y duraderas, y eso exige el respaldo de mayorías amplias. Necesitamos cuidar lo que hemos construido porque allí están los cimientos para abordar las nuevas tareas: reducir la desigualdad, lograr una prosperidad compartida, hacer retroceder las injusticias, construir una sociedad más inclusiva, perfeccionar las instituciones”.