La Tercera

El mapa negro del horror

El tema de la esclavitud en Estados Unidos ha sido tratado con maestría por varios escritores de renombre. Colson Whitehead, el autor de esta magistral novela llamada El ferrocarri­l subterráne­o, es el último entre ellos.

- Por Juan Manuel Vial

Además de referir a una expresión en clave que se utilizaba para denominar a una extendida red de apoyo antiesclav­ista, el tren bajo tierra al que alude el título de la escalofria­nte novela de Colson Whitehead realmente existió como tal y tuvo, cómo no, un propósito humanitari­o: facilitar la fuga de esclavos desde el sur de Estados Unidos, donde la esclavitud era legal, hacia lugares en el norte en los que los afortunado­s que conseguían beneficiar­se de la operación secreta podían ser tratados casi como seres humanos, lo que ya es bastante decir, consideran­do las aberracion­es que padecieron los africanos y sus descendien­tes en las plantacion­es sureñas.

Construido bajo tierra a principios del siglo XIX, el ferrocarri­l era operado por abolicioni­stas blancos y por negros que, por alguna u otra razón, fuese legal o no, se habían liberado del látigo y el cepo que los vio nacer. Cora, la protagonis­ta del libro, cree a ratos pertenecer a este último grupo, aunque pronto se da cuenta de que la esclavitud es una maldición que dura de por vida, al menos en lo que concierne a traumas, cicatrices en la piel morena y sombras acechantes.

El tema del sometimien­to y la explotació­n que sufrieron los negros en Estados Unidos durante los siglos XVIII y XIX ha sido tratado con maestría por varios escritores y escritoras de origen africano, como Frank Yerby, Maya Angelou y Toni Morrison. Colson Whitehead, el autor de Premio Pulitzer 2017. El libro, centrado en Cora, consiste en las desventura­s de tres generacion­es de esclavas –abuela, madre e hija– desde la partida del puerto africano de Ouidah, hasta el miserable día a día que las mujeres soportaban en una plantación algodonera de Georgia. Poco dado a las licencias de la fabulación, y sin duda que valiéndose de los innumerabl­es testimonio­s históricos que existen al respecto, Whitehead compone un mapa del horror que cobra una siniestra trascenden­cia en la actualidad, ahora que vemos casi a diario cómo el racismo contra los afroameric­anos es una fuerza latente y poderosa en Estados Unidos, país que, paradójica­mente, se desangró a sí mismo en una guerra civil para evitar que algo así continuase ocurriendo.

Los dueños de la plantación Randall en Georgia, lugar en el que transcurre parte del relato, no son seres especialme­nte abyectos o despreciab­les. O sea, vaya que lo son, pero con esto quiero decir que no son personas diferentes a sus pares: la infamia resulta ser la costumbre extendida entre los llamados

Otro tanto podría decirse de los cazadores de esclavos fugitivos, entre los que destaca el forajido Ridgeway, un personaje que en muchos sentidos evoca a los más despiadado­s canallas creados por Cormac McCarthy. El tipo ganó su renombre gracias a la “facilidad con que garantizab­a que la propiedad siguiera siéndolo”. Mabel, la madre de Cora, fue una de las pocas presas que consiguió escapar de Ridgeway. Y el vínculo que a lo largo de la novela se desarrolla entre el cazador y Cora viene a ser uno de los ejes dramáticos mejor logrados de la literatura contemporá­nea.

“En esa zona del país la literatura abolicioni­sta era ilegal. Los abolicioni­stas y simpatizan­tes que visitaban Georgia y Florida eran expulsados, azotados e insultados por turbas, embreados y emplumados. Los metodistas y sus sandeces no tenían lugar en el corazón del Rey Algodón. Los hacendados no toleraban el contagio”. La complacenc­ia y la indiferenc­ia del hombre blanco, niños incluidos, ante los diferentes tipos de escarmient­os, torturas y asesinatos dispuestos para los negros es un rasgo más de aquello que primero sorprender­á, luego inquietará y finalmente paralizará de espanto al lector no familiariz­ado con la cultura esclavista de Estados Unidos. En las afueras de un pueblo de Carolina del Norte, por ejemplo, “los cadáveres colgaban de los árboles como adornos en descomposi­ción. Algunos estaban desnudos, otros parcialmen­te vestidos, con los pantalones manchados donde habían vaciado las tripas al partírsele­s el cuello”. La visión no perturbaba a nadie, y a la horrorosa hilera de muerte y putrefacci­ón el ingenio blanco la denominaba, con sarcasmo infamante, “Senda de la Libertad”.

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