Una fuerza integradora y republicana
La primera vuelta presidencial ha dejado al electorado del centro y la centroderecha en la desazón. No era en vano afirmada la idea de que el país ha cambiado. Tampoco era cierta la indicación de tanto economicista partisano, respecto a que “el modelo” se hallaba intacto o a que bastaba condimentar el clásico discurso del crecimiento con alguna invocación a la solidaridad aquí y a la justicia allá.
Craso error.
La candidatura de Piñera está en el 36 por ciento; Guillier flota y espera la ayuda de la izquierda radical. El Frente Amplio entró de lleno al parlamento. Agregadas sus fuerzas (20) a las del ala más a la izquierda en la Nueva Mayoría (8 PC, más un número relevante de los otros partidos), suman eventualmente casi un tercio de la entera cámara. La izquierda posee muchos liderazgos visibles y capacidades probadas de conducción en la movilización social y estudiantil.
El escenario que enfrentan las fuerzas del centro y la centroderecha está cuesta arriba.
Urge que esos sectores dejen atrás el economicismo de ciertos grupos, las excesivas ataduras de clase o pequeño-partidistas de otros, y pasen a asumir una actitud y un discurso llanos, receptivos y responsables, que pongan decisivamente a la política por sobre el obsoleto palimpsesto de economía y toques de moral.
En el contexto actual, los grupos medios y las clases pobres exigen integración y seguridad. Esos requerimientos son hoy acogidos, de modo vibrante, por un discurso igualitarista, que denuncia al mercado como fuente de alienación e incertidumbre, y ve a los procesos colectivos de asamblea y al Estado como lugares donde la plenitud es más fácilmente alcanzable.
Ese discurso tiene dos defectos relevantes.
Primero, él descuida la idea de república y la importancia que en ella adquiere la división del poder, no sólo al interior del Estado, sino entre el
Estado y la sociedad civil apoyada en la economía privada. Sin esa división, el poder político y el económico se concentran en el Estado; en Chile, dada la alta politización del aparato público: en funcionarios partidistas. Quien nos gobierna y quien nos emplea tienden, entonces, a identificarse, y la libertad política a verse menoscabada.
Segundo, el asambleísmo y el estatismo, por los que aboga la izquierda, pueden ser tan dañinos para la espontaneidad del individuo como el mercado. En la asamblea cabe que termine imponiéndose “lo que se dice”, que acaba siendo tan banal como la opinión de consumidores enardecidos por una nueva oferta.
Las fuerzas del centro y la centroderecha deben asumir con clara consciencia que la comprensión de la política tiene que efectuarse en sede política. Que el mercado sólo puede encontrar su legitimidad dentro de un pensamiento político, que tenga a la vista el interés general de la nación, el clamor popular por integración –social, territorial, económica, cultural– y por seguridad.
Se necesita un relato nacional de la integración, capaz de constituir una fuerza popular, presente territorial y funcionalmente en el cuerpo social. Y un pensamiento republicano, que repare en la relevancia de la división del poder y la institucionalidad, como condiciones de la libertad.
Sólo sobre esa base podrán los sectores del centro y la centroderecha recuperar campos en los que la izquierda hoy campea: foros libres, movimientos estudiantiles y de trabajadores. Esta es condición, dada la nueva izquierda, de cualquier gobierno alternativo viable. Sin tal discurso decisivamente político no se podrá hacer ese gobierno, pues, además de carecer, él, de las herramientas para enfrentar la discusión y penetrar la movilización social, no tendrá ideas matrices que le permitan cambiar políticamente el sentido de la convivencia nacional y conducir las reformas que el país requiere.
El escenario para la centroderecha está cuesta arriba. Urge que se deje atrás el economicismo.