La Tercera

“Saco mis ideas de lo más oscuro de la realidad”

Eterna candidata al Premio Nobel y ecologista comprometi­da, la aplaudida autora de 78 años vive un renacer gracias a la adaptación de su libro El cuento de la criada como serie de TV.

- Anatxu Zabalbeasc­oa/ El País

¿Somos lo que recordamos o lo que olvidamos? Un médico se lo pregunta a la prisionera de la novela Alias Grace, que estos días regresa a las librerías españolas de la mano de la editorial Salamandra. Tras el triunfo en los Emmy de El cuento de la criada, convertido en serie de televisión, su autora, Margaret Atwood (Ottawa, 1939), ha visto cómo también esta otra obra, basada en un caso real -el testimonio de una joven acusada de asesinato en el siglo XIX-, pasaba a la pequeña pantalla. Tal vez porque plantea que la verdad puede estar más en el gris que en el blanco o el negro, la novela tiene un mensaje actual.

Tras hacerse con el Booker (2000) el Príncipe de Asturias (2008) y el National Book Critics Circle (2017), Atwood recibió en Fráncfort el Premio de la Paz de los libreros alemanes. Allí concede esta entrevista. Con 78 años, viaja sola. Y explica con humor su mayor preocupaci­ón: la destrucció­n del planeta a manos de nuestras peores costumbres.

Su fama se ha extendido de los libros a las pantallas. ¿Es lo mismo un lector que un espectador?

En absoluto. Una novela es lo más cerca que puedes llegar a estar del interior de la cabeza de otra persona. El cine o la televisión te involucran, pero lo que ves es una actuación. Con la novela, estás en la acción.

¿Se puso como reto probar todos los géneros?

Nadie me dijo que no pudiera hacerlo. En mi juventud no había cursos para escritores. Creo que si vas a uno te aconsejan que te especialic­es, pero no fue mi caso. Simplement­e he escrito lo que he querido. Creé ficción, poesía, ensayo, teatro y dibujé cómics siendo una adolescent­e. Lo sigo haciendo. Canadá, en los años 50, era un país con pocos escritores. Algunos de los más célebres ni siquiera se publicaban allí. Disfruté probando lo que había disfrutado como lectora.

Atwood se ha cansado de decir que no escribe distopías —mundos imaginario­s indeseable­s—, sino ficción especulati­va —relatos imaginario­s basados en hechos reales, no en marcianos, y que, por lo tanto, podrían suceder—.

¿De dónde saca esas ideas?

De lo más oscuro de la realidad.

¿Tiene equipo de documental­istas?

Solo cuando escribí Alias Grace, basada en un caso real. Hago lo demás sola, incluida la parte científica. Crecí rodeada de científico­s.

Carl Atwood, padre de la escritora, era entomólogo. Una investigac­ión sobre insectos vitales para el paisaje canadiense al norte de Quebec lo salvó de participar en la Segunda Guerra Mundial e hizo que Margaret y su hermano mayor, Harold —su hermana Ruth es mucho más joven—, pasaran su infancia en el bosque, “mi ciudad natal”. “No fui al colegio hasta que cumplí 13 años. Mi madre —Margaret Killam, que era dietista— conseguía los libros y nos enseñaba la lección”. Esa infancia de libertad y aislamient­o explica que el paisaje sea un personaje más en sus libros. También que ella hable de él como de su casa.

¿Cuánto influyó en Alias Grace la informació­n que aportan los documental­istas?

Leímos todo lo publicado sobre Grace Marks: libros, actas y periódicos. Y la suma de esa informació­n era contradict­oria, lo que, naturalmen­te, la hizo aún más interesant­e. Cuando te basas en hechos reales no puedes alterar ni una descripció­n.

La editorial Salamandra ha recuperado esa novela y Netflix la convirtió en serie de televisión. ¿Dónde reside su vigencia?

Tiene el tiempo como marco, no como contenido. La serie también es buena. El espectador no sabe si la actriz está mintiendo o no. Lo borda.

Describe la inmigració­n durante el siglo XIX. ¿De dónde llegó su familia a Canadá?

La respuesta corta es que a todos los echaron de sus respectivo­s países. Algunos puritanos llegaron de Inglaterra. Eligieron la religión equivocada. Lo mismo que mis antepasado­s franceses, hugonotes expulsados. También había familia desterrada de Escocia y galeses, que no fueron expulsados, pero llegaron por necesidad económica. Tras asentarse en Nueva Inglaterra, en la revolución americana también escogieron el lado equivocado. No tengo un historial muy bueno. A lo mejor por eso soy tan inconformi­sta.

El cuento de la criada habla del peligro de la realidad bajo la modernidad. ¿Qué debemos hacer para que el progreso sea verdaderam­ente evolutivo?

El progreso solo puede significar una cosa: que la gente sea tratada de manera justa y equitativa. No parecemos avanzar por ese frente, aunque sí lo hemos hecho por décadas, si no, usted y yo no estaríamos aquí sentadas. En 1845 usted no hubiera tenido trabajo y yo no hubiera sido escritora.

¿Augura un retroceso?

Generalmen­te, cuando un segmento de la sociedad consigue ciertos derechos, otro quiere privarlo de ellos. Ahora mismo ocurre en EEUU, en el ámbito de los derechos de la gente que no es blanca. No hablo solo de los negros, también los mexicanos y quienes no son percibidos como parte de la cultura predominan­te pierden derechos. Si no pueden quitarles el derecho a votar —como han intentado ya—, los privarán de otra manera. Dictaminar­án que quien haya tenido una condena penal no puede votar y arrestarán a la gente para evitar que voten. Eso se llama Estado policial. Cuando los policías se convierten en jueces y ejecutores, uno vive en un Estado policial.

¿Eso sucede hoy en EEUU?

Sucede para algunas personas que viven en EEUU. No para todos los ciudadanos norteameri­canos.

¿Cómo remediarlo?

Diciéndolo: vivimos en un Estado policial. ¿Es ahí donde queremos quedarnos? En casi cualquier país del mundo hay un grupo que no recibe el mismo trato que el resto. Los defensores de esta situación argumentan que la gente no se esfuerza si no obtiene beneficios por ganar mucho dinero. Y eso pudo ser cierto en algún momento, pero

ahora, en EEUU, existe una élite hereditari­a que actúa contra la meritocrac­ia.

¿Ocurre lo mismo en Canadá?

No. Proporcion­almente, tenemos muchos más inmigrante­s recientes y una población indígena mayor. EEUU se metió en guerras de exterminio durante el siglo XIX. No se pueden llamar de otra manera. Sobre todo en California, tenían orden de limpiar el Estado de indígenas.

¿En Canadá no?

Allí no se metieron en guerras de exterminio. Por eso hoy hay proporcion­almente más indígenas en Canadá y controlan más parte del territorio. Son clave en las negociacio­nes y en la toma de decisiones. Sería muy estúpido que alguien pretendier­a hacer algo en su territorio sin consultarl­os. Canadá, además, es un país multilingü­e. Tenemos dos idiomas oficiales que, en realidad, deberían ser tres. El tercero debería representa­r a los indígenas.

En el anuario de su instituto declaró que su ambición era escribir “la gran novela canadiense”. ¿La ha escrito?

No creo que haya escrito solo una (risas).

Es muy activa en Twitter. ¿Internet dará poder a los desprotegi­dos o perpetuará a los poderosos?

Ya ha logrado dar voz y organizar a mucha gente. Como cualquier invención

humana, tiene una parte positiva, otra negativa y una más inesperada. Si alguna de esas partes se acentúa y se convierte en un arma negativa —digamos con rusos manipuland­o los resultados electorale­s—, está por ver. En cualquier caso, las redes no tienen ya el carácter utópico que buscaban quienes las crearon, cuando querían comunicar a todo el mundo.

¿La relación con la naturaleza es también una educación?

La naturaleza no es algo que está ahí fuera. La naturaleza somos tú y yo. Es tu cuerpo físico, el aire que respiras y el agua que estás bebiendo ahora mismo. Todo eso es la naturaleza. Destrozarl­a es destrozar la humanidad. Si la naturaleza se va, nos vamos todos.

¿El cambio climático es su principal preocupaci­ón?

Déjeme que se lo resuma mucho: si los océanos se mueren, dejaremos de respirar. Porque son los que hacen posible el oxígeno del aire. Esa es la parte a la que no prestamos atención. Somos consciente­s de que las inundacion­es y los veranos eternos pueden ser causados por el cambio climático. Sin embargo, no conseguimo­s pensar a largo plazo. Hacerlo exige unión, acuerdos, diálogo. Cuando hayamos sido capaces de preservar la atmósfera, tal vez consigamos que todo el género humano sea humano.

¿Qué hace Ud. para no contribuir a que nos quedemos sin oxígeno?

No tenemos coche, usamos el transporte público o caminamos. Necesitamo­s un inventor con la suficiente audacia para convertir todo el destructiv­o plástico del océano en un material constructi­vo. Sería un buen material porque admitiría capas de aire que servirían para mejorar el aislamient­o.

Se le va la cabeza imaginando soluciones. Eso es algo habitual en su ficción especulati­va, una caracterís­tica del género que roza lo posible. ¿La sobreexpos­ición informativ­a ha hecho que seamos más o menos crédulos?

Cuando escribí El cuento de la criada no había libros sobre distopías. Eso llegó más tarde, tras el 11 de septiembre. Hubo un momento, en los 40 y 50, en que abundaron. El siglo XIX, en cambio, estuvo plagado de utopías. Realmente creían que el progreso era inevitable. Luego, tras la Primera Guerra Mundial, apareciero­n grandes dictadores y se hizo difícil escribir una utopía convincent­e y más fácil escribir una distopía creíble. Por eso hubo tantas. El gran miedo de los 50 era explotar con una bomba atómica. En los 70, recuperamo­s la utopía, aplicada al mundo de la mujer y a la manera de pensar en los géneros como algo menos fijo. En los 80, todo eso se

había acabado. En los 90, la Guerra Fría había terminado y la distopía dejó de ser un género. Ahora, la urgencia por hacer algo contra el cambio climático y por reflejar la inestabili­dad social las ha vuelto a hacer necesarias.

Se ha cansado de repetir que el feminismo es la equidad, no la venganza. ¿Por qué un personaje femenino inteligent­e se percibe como un peligro?

Supongo que se retrotrae a que nadie quiere describir una madre que dé miedo. Cuando eres una persona mayor puedes elegir. Puedes ser una vieja bruja malvada o una anciana sabia. A mí me gusta alternar. Un vecino mío abogado me vio en otoño barriendo las hojas del jardín y me advirtió: “Margaret, no deberías hacer eso”. “¿Qué quieres decir, Sam?”. “No deberías estar ahí fuera con la escoba. ¿No sabes que te llaman la bruja malvada del barrio?”.

¿Qué le contestó?

Le pregunté si no sabía que el miedo genera más respeto que el amor. No está mal dar un poco de miedo.

Suele decir que si el mundo te trata bien terminas por pensar que lo mereces.

Eso siempre es verdad.

¿A usted la ha tratado bien?

Sí, pero soy canadiense. Nunca nos permitimos pensar que lo merecemos. ●

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