El duque que estremece
Esta selección de las Máximas de La Rochefoucauld prueba la vigencia y el genio de un hombre que no creía en esa bondad tan ecuménica que la gente suele atribuirle a la condición humana.
Consistente en una breve selección de las célebres Máximas de La Rochefoucauld, este delgadísimo volumen transmite más sabiduría que las obras completas de decenas y decenas de escritores contemporáneos, más humor que la Biblia completa, más desparpajo que los cientos de entrevistas que han concedido los genios de la provocación, y, bueno, muchas más dosis de cinismo, ingenio e insolencia de las que el hombre común ha sido capaz de desarrollar en millones de años de evolución. La Rochefoucauld escribía con una pluma afilada, lo que no es sólo un decir metafórico, puesto que el ocurrente, lascivo y despiadado autor vivió entre los años 1613 y 1680.
François VI, duque de La Rochefoucauld, tuvo una existencia enmarcada entre la procreación, la espada, la intriga y los amoríos. Se casó con Andree de Vivonne a los 15 años; con ella tuvo cuatro hijos y tres hijas. Participó en varias de las campañas bélicas importantes de su época –en una de ellas, en París, resultó gravemente herido– y conspiró contra el hombre más poderoso del momento, el temi- ble cardenal Richelieu. La osadía le costó relativamente poco: ocho días de reclusión en La Bastilla. Luego de ello fue exiliado por un par de años en Verteuil, el feudo familiar, y allí subsistió bajo un supuesto retiro de la mundanidad. A la par, cultivó la amistad de un distinguido círculo intelectual de damas compuesto por madame de Sevigne, madame de Sable y madame de Lafayette, y ya de vuelta en París retomó las actividades favoritas de los aristócratas de su época: el cambulloneo y los líos de faldas. También escribió un retrato de sí mismo bastante cómico y unas Memorias que desgraciadamente aún no he leído. Pero la posteridad, la fama de inmortal, la alcanzó con sus insuperables Máximas.
Sobre la pasión, el amor y los celos es una selección de las Máximas traducida por Rafael Gumucio. Aquí se leen verdades que pueden alcanzar carácter universal (“Prometemos en la medida de nuestras esperanzas, y cumplimos en la medida de nuestros miedos”), arbitrariedades que, aun así, no dejan de ofrecer una buena cuota de sentido común (“Si se juzga el amor por sus efectos, es difícil no concluir que se parece más al odio que a la amistad”), advertencias valiosas (“La mejor manera de ser engañado es creerse más inteligente que el resto”) y filosofismos profundos (“La violencia que nos hacemos para mantenernos fieles no es mucho mejor que una infidelidad”). Las visiones descarnadas que despiertan en el duque los intentos humanos por hacer el bien abundan, y una de mis preferidas es la que sigue: “Nuestros actos más hermosos nos darían vergüenza si el resto del mundo supiera los motivos que los engendraron”.
Sobra decir que La Rochefoucauld no creía en esa bondad tan ecuménica que la gente suele atribuirle a la condición humana. Pero a la vez es cierto que en sus aforismos rezuma una peculiar clase de bonhomía, un entendimiento cabal hacia lo débiles que somos ante nuestras pasiones, en especial las carnales. No obstante, el autor mantenía códigos de comportamiento, y es ahí, al revelárnoslos, cuando surge el moralista. La envidia, por ejemplo, lo sacaba de quicio: “Somos capaces de enorgullecernos de las más criminales pasiones, pero la envidia es una pasión tan tímida y vergonzosa que no nos atrevemos nunca a confesarla del todo”. “Los celos son de alguna manera justos porque intentan conservar un bien que nos pertenece, o que creemos nos pertenece, mientras que la envidia es sólo el furor de no soportar el bien ajeno”.
La publicación de este libro indispensable vuelve a resaltar la vigencia de un genio del aforismo del siglo XVII, un tipo que, comparado con los gigantes del género veloz de cualquier época, obsequia una calidez, una risilla o un estremecimiento que no son comunes en todos los grandes cultores de la frase corta, punzante y en ocasiones aniquiladora.