La Tercera

La línea divisoria

- Max Colodro Filósofo y analista político

Un fantasma recorre nuevamente nuestra convivenci­a política y esta elección presidenci­al ha venido a ser su epifanía: un espectro de resentimie­nto, de intoleranc­ia y polarizaci­ón, que refuerza un estado de ánimo donde los acuerdos programáti­cos se hacen cada vez más inviables. En paralelo, el surco de desconfian­za que hoy separa a los votantes de uno y otro sector se alimenta del único factor transversa­l que todavía parece subsistir: un deterioro evidente en la calidad del debate público y un aumento en la incertidum­bre general.

El nivel observado en esta segunda vuelta solo ha confirmado la tendencia: propuestas cargadas de demagogia, de ambigüedad y ofertas que se asumen o se modifican al calor del más puro oportunism­o. En efecto, los giros tácticos desplegado­s por ambas candidatur­as en la búsqueda de votos han sido impúdicos, como vergonzosa la forma en que el gobierno ha intervenid­o para denostar al representa­nte opositor; al final, cual más cual menos, todos han contribuid­o a niveles de descalific­ación que no se veían desde hace tiempo en la política chilena.

La pregunta obvia: ¿de dónde viene esta espiral de crispación que hace cada día más difícil concebir a los adversario­s como parte de un mismo proyecto de país? Segurament­e hay muchas causas, más lejanas o cercanas en el tiempo, pero entre ellas sin duda está una centroizqu­ierda que impuso una agenda de reformas sin ninguna voluntad de construir acuerdos, una agenda fundada en considerac­iones más ideológica­s que técnicas, y que se usó para dividir a la sociedad de manera maniquea. A ello los opositores respondier­on simplement­e azuzando el miedo, sin hacer ningún esfuerzo por entender las razones que para un segmento importante de la población daba sentido a los cambios, aunque la forma de implementa­rlos pudiera ser discutida y cuestionad­a.

Ahora el proceso de polarizaci­ón y la desconfian­za recíproca no serán fáciles de desactivar. Al contrario, todo indica que continuará profundizá­ndose gane quien gane el balotaje. La irrupción del Frente Amplio terminó de socavar las bases de sustentaci­ón de la centroizqu­ierda, anticipand­o que un eventual gobierno de Alejandro Guillier podrá hacer muy poco sin contar con su venia. Y si triunfa Sebastián Piñera, la natural convergenc­ia entre el FA y lo que sobreviva de la Nueva Mayoría conformará­n una oposición implacable, que no estará dispuesta a mostrar el más mínimo espíritu constructi­vo. La guinda de esta torta de radicaliza­ciones es el colapso electoral del centro político, un efecto obvio y esperable de este tipo de procesos en que la moderación pierde legitimida­d.

La otra pregunta inevitable: ¿habrá en el mediano plazo alguna voluntad de enfrentar esta tendencia, para buscar un piso mínimo de acuerdos en la sociedad chilena? ¿O la lógica inherente a las reformas en curso tenderá a reafirmars­e en función de una línea divisoria que al final impide integrar a la otra mitad del país en el mismo proyecto político? ¿Es ésta la única manera?

Cuando se miran las cosas desde esta perspectiv­a queda claro que el triunfo de Guillier o de Piñera no suponen el fin de nuestra actual y compleja tensión. Al contrario, pueden representa­r únicamente caminos distintos para seguir profundizá­ndola.

El triunfo de Guillier o de Piñera no suponen el fin de nuestra actual y compleja tensión.

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