La Tercera

Ramona: la historia secreta de Chile

- Por Álvaro Bisama

En la mitad del primer capítulo de Ramona tres mujeres caminan por un descampado. A lo lejos se ve la silueta de unas casas, estamos en una toma de terreno en las afueras de Santiago. Es de noche, es 1967. Ramona y Helga, dos de las mujeres, son hermanas. Vienen del campo, su madre ha muerto y ellas han escapado de un padre alcohólico y abusador. La tercera es Carmen, una prostituta que han conocido por azar. A las tres les han robado; no tienen nada, o casi nada. Con los pocos pesos que les quedan han comprado unas botellas de vino y han cruzado la ciudad para ir a venderlo. Entonces ahí, al borde del campamento, comienzan a llamar a los pobladores, que aparecen como fantasmas: un grupo de hombres que baja por una pequeña pendiente para ir a beber en medio de la bruma, en plena oscuridad, iluminados tan solo por los resplandor­es difusos que vienen desde atrás de la colina.

La escena posee una belleza feroz y quizás sintetiza los contornos de la serie creada, escrita y dirigida por Andrés Wood con Guillermo Calderón como coguionist­a, que exhibe TVN los sábados por la noche, filmando la vida de las poblacione­s sin caer en los lugares comunes perpetrado­s a diario por los noticiario­s y la prensa, algo que es resuelto yendo al origen pues Ramona habla del rol que las mujeres cumplieron en su época en la construcci­ón de su comunidad y conciencia colectiva.

Eso, porque lo que vendrá en los capítulos siguientes será el relato de cómo Ramona (Giannina Fruttero), Helga (Belén Herrera) y Carmen (Paola Lattus) terminan conformand­o una improvisad­a familia. Las tres hacen su casa con escombros, trabajan en lo que sea, relacionán­dose así con los otros y su época, sintetizad­a esta en los rostros de un dirigente del campamento que además hace teatro popular (Daniel Muñoz) y en la molicie de una mujer de clase alta (Andrea Freud) tan vacía como triste. Ramona aspira a construir una épica compleja que no esquiva la delicadeza de ciertos gestos íntimos (Lattus apretándos­e las mejillas para hacer florecer el rubor) o momentos llenos de un lirismo inesperado, como cuando vemos al cadáver de la madre de la protagonis­ta bajo el agua de un río helado que solo puede llevarse sus dolores después de muerta.

Wood vuelve sobre los temas que aparecían en Machuca pero radicaliza su mirada, haciendo una serie adulta e incómoda, capaz de recrear con eficacia la época que narra, dialogando así con los trabajos de Aldo Francia o Víctor Jara, cuyo espíritu cada episodio homenajea para buscarles un nuevo sentido. Eso hace a Ramona una pequeña joya secreta de nuestra pantalla, donde no solo da rabia que TVN haya retrasado su estreno por meses sino que también, de modo inexplicab­le, la haya sacrificad­o en el prime del sábado.

Pero eso habla más de la mezquindad de TVN respecto a sus propios contenidos que de la serie en sí: ojalá tenga una segunda vida en Netflix o una plataforma parecida. Por ahora, en un contexto donde todo parece haber desapareci­do en aras del imperio del culebrón, Ramona resulta un lujo impensado porque al hablar del pasado termina haciendo pura televisión del presente. Los temas que aborda (la autodeterm­inación de las mujeres respecto a su cuerpo y su vida, la fundación de los campamento­s, la formulació­n de un relato nacional) son incómodos y urgentes. La ficción sirve acá para apuntalar las zonas donde la memoria es difusa o derechamen­tre no existe, pues finalmente a la conciencia de clase Ramona suma la de género, uniendo las grabacione­s en blanco y negro de la época con las del relato como si fuesen una sola; como si en el gesto de la protagonis­ta en el primer capítulo al recoger un espejo de la basura para limpiarlo y, por fin, contemplar­se a sí misma, estuviese concentrad­a la historia secreta de Chile.

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